domingo, 12 de octubre de 2008

Fabián

Paseando por las noches con su gabardina y su sombrero, Fabián parecía un abstracto de los relatos de misterio como los que acostumbraba leer Violeta. Precisamente hoy había estado hablando con ella. Los dos sentados en una banca asemejándose a un par de pálidos fantasmas, blancos, de ojos casi transparentes. Con ella había una especie de complicidad. Tal vez fuera su condición compartida de espectros deambulantes entre el repertorio y la contorsión de colores a lo largo de toda la ciudad. Era como una especie de pacto, el de protegerse mutuamente, manifestando su inminente blancura a todos los demás. Por eso Fabián siempre usaba negro, y sabe que, aunque lo niegue, a Violeta siempre le ha fascinado ese color porque es todo lo que ella quisiera ser y nunca ha podido extrapolar.

Fabián nació un 28 de febrero. Fue un parto forzado porque la histérica de su mamá tenía miedo de que su hijo naciera uno de ésos veintinueves (era año bisiesto). Como vio que la fecha se aproximaba y el hijo no salía, hizo todo lo posible por parirlo el 28. Dicho y hecho, a las 11:49 de la noche en el penúltimo día de un febrero bisiesto, la señora Esperón dio a luz un lindo niño que resultó de tez blanca y transparentes ojos azules como el cielo. En el momento en que lo vio, recordó las historias de fantasmas de su padre, y de la nada decidió que el niño habría de llamarse Fabián.

La finca donde Fabián y sus hermanos crecieron estaba situada en una pequeña colina que se levantaba sobre las verdes praderas del sur. Pasaban el tiempo montando a caballo, jugando y corriendo. Paseaban en bicicleta, pescaban en la laguna, miraban insectos. Siempre tranquilo, Fabián sobresalía entre todos por su docilidad y su dulzura. Era extraño, pero no dejaba de ser cautivante.

Da la casualidad que los hermanos Cobián vivían en el mismo pueblo que Fabián. Lucía se hizo su amiga desde la ocasión que éste cayó de la bicicleta y fue a dar a una zanja. Lucía iba pasando por ahí, llevaba una bolsa de frutas de regreso a su casa. Le llamó la atención porque el niño lloraba, y parecía un ángel caído, derrotado, lleno de lodo. Lucía se acercó a él y le ayudó a salir de la zanja. Salvo leves raspones, una que otra cortada y muchos moretones, Fabián estaba bien. El niño le estaba agradecido por rescatarle y, a partir de ese momento, Lucía y Fabián dieron por sentada su amistad.

A Esteban nunca la agradó Fabián, mucho menos veía con buenos ojos la amistad entre él y Lucía. Como hermano mayor, sentía el deber de desconfiar de un niño con ojos raros que no le inspiraba la menor simpatía. Cuál sería su disgusto al enterarse años más tarde que Fabián se mudaría a la misma ciudad que su hermana, cuando era tiempo de irse a estudiar. Esteban nunca aceptó a Fabián, ya fuese por sus gabardinas, por sus ojos, o por simple terquedad. En el funeral de Lucía, Fabián fue terminantemente prohibido en la lista de visitas para los Cobián. Por orden de Esteban, nadie podía decirle dónde velarían a su hermana, mucho menos dónde la iban a sepultar.

Tratando de borrar a Fabián, Esteban se creó un séquito de recuerdos fantasmas que, junto con el recuerdo de Lucía, le acecharon hasta debilitar su conciencia.

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