martes, 28 de octubre de 2008

Mora sabor a canela

Examinaba sus muñecas, cómo se habían curtido con el polvo, el viento, el sol. La vejez hacía sentir su manifiesto cada vez con mayor contundencia, y aún así ella sentía todavía no haber vivido lo suficiente. No bastaban aquellos años dorados, cuando su cinturita era minúscula, cuando podía exhibir sus piernas no varicosas, cuando sus brazos todavía no hospedaban a la celulitis. Tuvo ganas de morir.

Edelmira miraba la ventana, husmeaba a través de los vidrios envidiando la agilidad y ligereza de las niñas que jugaban en el patio de la vecindad. También añoraba la firmeza de los brazos de aquélla madre soltera que tallaba la ropa de su recién nacido en el lavadero. A su alrededor, mientras yacía sentada mirando a la calle, doblando calcetas, se aparecieron las Edelmiras de antaño. Estaba Edelmira la mujer joven, Edelmira la adolescente inquieta, Edelmira la mujer madura... pero quien causaba más intriga era aquella niñita de vestido blanco y zapatitos rojos, con dos trenzas atadas a base de listones, que aplastaba la nariz contra la cama mientras imaginaba no sé cuánta cosa. Esa pequeña Edelmira que podía serlo todo (y lo fue, en su momento) pero que ahora crecida, ni el recuerdo de las moras con té de canela que cenaba en su infancia guardaba.

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