martes, 28 de octubre de 2008

danza macabra

los hematomas crecieron durante tu estadía, sobre mi espalda
era como si cada beso tuyo se re-imprimiera, explotara mis vasos sanguíneos
y tu pasión en sangre incrustada se expandiera por mi rostro

con cada golpe en ese ligamento que unía mis pies
en la tierra
con el resto del cuerpo
yo me sentí saltar cada vez más alto,
mis pies se retorcían
las manos acariciaban tu frío

ensayo tras ensayo, caída tras caída
con cada cuenta y cada movimiento (incluso un paso en falso)
conciliaba vapor y humo con el cuerpo tuyo
siempre tan firme
siempre tan frígido

{caer sobre la contundencia del piso}

Mora sabor a canela

Examinaba sus muñecas, cómo se habían curtido con el polvo, el viento, el sol. La vejez hacía sentir su manifiesto cada vez con mayor contundencia, y aún así ella sentía todavía no haber vivido lo suficiente. No bastaban aquellos años dorados, cuando su cinturita era minúscula, cuando podía exhibir sus piernas no varicosas, cuando sus brazos todavía no hospedaban a la celulitis. Tuvo ganas de morir.

Edelmira miraba la ventana, husmeaba a través de los vidrios envidiando la agilidad y ligereza de las niñas que jugaban en el patio de la vecindad. También añoraba la firmeza de los brazos de aquélla madre soltera que tallaba la ropa de su recién nacido en el lavadero. A su alrededor, mientras yacía sentada mirando a la calle, doblando calcetas, se aparecieron las Edelmiras de antaño. Estaba Edelmira la mujer joven, Edelmira la adolescente inquieta, Edelmira la mujer madura... pero quien causaba más intriga era aquella niñita de vestido blanco y zapatitos rojos, con dos trenzas atadas a base de listones, que aplastaba la nariz contra la cama mientras imaginaba no sé cuánta cosa. Esa pequeña Edelmira que podía serlo todo (y lo fue, en su momento) pero que ahora crecida, ni el recuerdo de las moras con té de canela que cenaba en su infancia guardaba.

domingo, 26 de octubre de 2008

Depresión

Querida Mariana



Hoy no vengo a hablarte de metáforas, porque me duele la muñeca y no puedo permanecer mucho tiempo sosteniendo la pluma. Tampoco estoy para contarte de las musas efímeras que juegan con los velos oníricos de todos nosotros. No, hoy estoy deprimido. Hoy vengo a hablarte del mar.

El mar es tan complejo que puede absorber a cualquiera, que puede seducir y hacerse comprender en todos lados. Igual coquetea con el iluso que atormenta al melancólico. Igual intimida al niño que al experimentado. No es lo mismo, por eso los marineros traen consigo los vestigios de la vida en el mar a cualquier parte.

Las olas del mar son cadencia femenina venida a un rito infinito, bailando al son de un clímax por siempre buscando, y que nunca vendrá. Por qué crees si no, que comparamos su belleza, su decidia y sus encantos con los del agua salada y sus ecos hidro-histéricos.

Además, el mar es como amar, sólo que sin tener alguien a quién dirigirle el corazón con certeza.
Sí, porque tú amas, y yo amo, princesa. Y en algún lado, alguien más ama. Y te aman, y se aman, son como las olas retozantes, decenas de besos prolongados hasta el horizonte.

Yo quedo solo, con la más imperceptible de las ondas acuosas en mi pestaña, y en la mano dibujado el recién ahogado mar.

el desastre, el segundo

llevo tus ojos en mi ensalada de cada mediodía
y tus células decoloradas en la mitad de mi almohada
para que todas las noches, en vez de soñar mirando hacia la ventana
pueda sumergirme en sueños inflados con los buenos recuerdos del primero
y entintarlos, volverlos eternos, con tu nombre que me sigue persiguiendo

al parecer, eres uno, el mismo, desde siempre
y eres inmortal

monterrey right now

se pierden hoy por las calles empedradas que aún se conservan
no hay problema, para qué preocuparse, si se tiene toda la noche
qué darían los ángeles de la catedral, estáticos en lo más alto del altar
por zafarse de sus dogmas vaticanos
y escaparse junto con los adolescentes descarados que escupen enfrente de la iglesia
y asaltan un OXXO para poder entrar después al bar

come closer

quiere poseerme, quiere controlarme
y no me puedo esconder
ni parar de sonreírle

estamos frente a frente, piel con piel
como si nuestros vellos y nuestras uñas nos dijeran uno al otro: acércate

y como estamos en el metro Hidalgo, atascado a las 3 de la tarde,
no podemos escapar de esa fatídica atracción

killthat.com

puré entre golpes, puré entre golpes

pobre niño,
entre el manazo y la cucharada embutida a la fuerza dentro de su boca
no es de sorprender que cuando hubo crecido lo suficiente
se dedicó, primero, a golpear a su esposa y a sus hijos
y después a los actos vandálicos en el supermercado,
destruyendo las cajas de puré preparado
y arrojando las papas por la ventana

Amapolas

llorarás mientras veas las olas del mar
y yo esté mordiendo las escamas de un pescado
así, nuestras cabezas volverán donde los gusanos parasíticos del vino
quiero decir, lo de hoy vale callampa
mañana conocerás a otro bastardo embrutecido
que al oído te susurrará lo bien que te ves hoy con tu vestido color aceituna

miércoles, 22 de octubre de 2008

Meae deliciae, mei lepores

¡Voy a robarte la belleza de un hachazo, pastelito! Te guste o no. Aquí nada más hay de dos sopas, la tuya y la mía. Creo irrelevante explicar cuál es la sabrosa.

Tanto tiempo observándote desde lejos, toparme en ocasiones contigo en el mismo vagón. Ya no puedo resistirte. Salía del metro y ahí estabas, tus redondas rebanadas (deliciosas...), blancas como la leche pero antojábanse cual irresistible chocolate: con una delicia ancestral y perenne. ¿De dónde eres? ¿Por qué coincidimos en la mayoría de los cruces peatonales, en los puentes? Oh, pasita enchocolatada de apellidos lejanos y occidentales... ojos de gomita azul de grenetina.

Observé cómo retocabas tus labios para volverlos gajitos de manzana acaramelada, mil veces he pescado el perfume de tus cabellos, un macciato con jarabe de amaretto hasta ahora inequiparable a ningún otro olor en las cafeterías más elegantes. Tu piel de melón, fresca. Saliva sabor tamarindo.

Y cada vez que te veo pasar por las escaleras, yo, una simple rata que engulle la migaja accidentalmente tirada por los pedestres en la acera, me siento salada y sin sazón. Una cazuela de arroz sin ajo y sin tomate, que mira con ansias irreprimibles las delicias del postre que cargas cada mañana por todo tu endulzadísimo cuerpo.

martes, 21 de octubre de 2008

Quién soy yo para hablar de mística.

Querido escritor:

En tu casa ya nada queda salvo tu mesa, una silla y la máquina de escribir. Las paredes permanecen con la pintura descarapelada. Sobre el suelo, se acumula el polvo de todas las ideas que has desechado, y otras que nunca supiste traer a la existencia. Henchidas las persianas-pestañas de tus ojos, ¿a dónde irán los recreos de tu infancia, ahora que la vida te va quitando aliento en vez de suspirar esperanza?

Con cada tap tap de tu mano contra la mesa berreas: "es que no gano nada aglutinando las voces de una historia."

Qué importa colgar los retratos donde asimismo abandonas tu sombrero, besos matinales sin brío y canciones que te infunden un miedo inconmensurable a verte en el espejo. Porque pasaron ya los temblores, sobre las ruinas construiste nuevas caídas y la vida te ha dejado con experiencia (y una joroba divina).

Pero.

Con cada día que pasa, pierdes el aire, el (cl)amor, y la vista.

pecho henchido. basta. ya

Ce omoztli

No bastan las guerras a los dioses,
el día de hoy sobre las vallas, los señores
en la casa de las serpientes, han vestido collares de jade
y suben a la casa celeste ataviados con cascabeles

entre nubes de incienso quemadas por los confesionarios carnales de los dioses
enzarzados de las plumas y trepando al sol
ellos bailan, místicos
que convierten los corazones aún palpitantes del esclavo en canción divina
sin dejar aparte la flor y el canto: la miel y el cacao

pies descalzos, pero almas henchidas
lluvia y viento, fuego y luna
son puestos uno en uno con ellos, los creadores
y los ramos de flores danzantes crean clamores circulares que culminan
cuando el caracol ha tomado su último soplo,
y del corazón del pueblo no se oye ya el tambor

sábado, 18 de octubre de 2008

Vintage does not stand for ad-vantage

Era una hoja blanca. Ingenua. Sin dos caras. Era ella y con eso bastaba. Luego, alguien le fue mostrando quedamente las delicias de la tinta. Poco a poco se fue manchando de tinta negra y contundente, endeleble; de tinta azul divina, de tinta roja y escandalosa. Se llenó de memorias, de risas. Los miedos teñidos se fueron expandiendo a todo lo largo de su espacio, tal como un gato se desparrama por la alfombra.

El problema fue que los recuerdos ya habían sido de todos. Quienes le incitaron a tatuarse las palabras ya les conocían de antemano. Por supuesto que no era su intención enseñarle de la vida a la pequeña inexperta, sino revivir la de ellos a través de tan inmaculada hoja.

Ahora es sólo una copia, y cierto, cada señor tiene su original.

domingo, 12 de octubre de 2008

Fabián

Paseando por las noches con su gabardina y su sombrero, Fabián parecía un abstracto de los relatos de misterio como los que acostumbraba leer Violeta. Precisamente hoy había estado hablando con ella. Los dos sentados en una banca asemejándose a un par de pálidos fantasmas, blancos, de ojos casi transparentes. Con ella había una especie de complicidad. Tal vez fuera su condición compartida de espectros deambulantes entre el repertorio y la contorsión de colores a lo largo de toda la ciudad. Era como una especie de pacto, el de protegerse mutuamente, manifestando su inminente blancura a todos los demás. Por eso Fabián siempre usaba negro, y sabe que, aunque lo niegue, a Violeta siempre le ha fascinado ese color porque es todo lo que ella quisiera ser y nunca ha podido extrapolar.

Fabián nació un 28 de febrero. Fue un parto forzado porque la histérica de su mamá tenía miedo de que su hijo naciera uno de ésos veintinueves (era año bisiesto). Como vio que la fecha se aproximaba y el hijo no salía, hizo todo lo posible por parirlo el 28. Dicho y hecho, a las 11:49 de la noche en el penúltimo día de un febrero bisiesto, la señora Esperón dio a luz un lindo niño que resultó de tez blanca y transparentes ojos azules como el cielo. En el momento en que lo vio, recordó las historias de fantasmas de su padre, y de la nada decidió que el niño habría de llamarse Fabián.

La finca donde Fabián y sus hermanos crecieron estaba situada en una pequeña colina que se levantaba sobre las verdes praderas del sur. Pasaban el tiempo montando a caballo, jugando y corriendo. Paseaban en bicicleta, pescaban en la laguna, miraban insectos. Siempre tranquilo, Fabián sobresalía entre todos por su docilidad y su dulzura. Era extraño, pero no dejaba de ser cautivante.

Da la casualidad que los hermanos Cobián vivían en el mismo pueblo que Fabián. Lucía se hizo su amiga desde la ocasión que éste cayó de la bicicleta y fue a dar a una zanja. Lucía iba pasando por ahí, llevaba una bolsa de frutas de regreso a su casa. Le llamó la atención porque el niño lloraba, y parecía un ángel caído, derrotado, lleno de lodo. Lucía se acercó a él y le ayudó a salir de la zanja. Salvo leves raspones, una que otra cortada y muchos moretones, Fabián estaba bien. El niño le estaba agradecido por rescatarle y, a partir de ese momento, Lucía y Fabián dieron por sentada su amistad.

A Esteban nunca la agradó Fabián, mucho menos veía con buenos ojos la amistad entre él y Lucía. Como hermano mayor, sentía el deber de desconfiar de un niño con ojos raros que no le inspiraba la menor simpatía. Cuál sería su disgusto al enterarse años más tarde que Fabián se mudaría a la misma ciudad que su hermana, cuando era tiempo de irse a estudiar. Esteban nunca aceptó a Fabián, ya fuese por sus gabardinas, por sus ojos, o por simple terquedad. En el funeral de Lucía, Fabián fue terminantemente prohibido en la lista de visitas para los Cobián. Por orden de Esteban, nadie podía decirle dónde velarían a su hermana, mucho menos dónde la iban a sepultar.

Tratando de borrar a Fabián, Esteban se creó un séquito de recuerdos fantasmas que, junto con el recuerdo de Lucía, le acecharon hasta debilitar su conciencia.

Muñecas

A Lucía nunca le gustó jugar con muñecas, se le antojaban feas y tiesas. Los ojos vacíos, la sonrisa estática, especialmente las de porcelana le daban miedo. Por eso, a lo largo de su infancia sólo permitió a las muñecas de trapo dentro de su repertorio lúdico. Le divertía sentirlas frágiles cuando las movía, las abrazaba porque no eran duras como aquéllas de plástico.

De hecho, existió una sola muñeca a la que Lucía permitió le acompañase por mucho tiempo. Era una muñeca morenita que tenía un vestido rojo con bolitas blancas y un pañuelo atado a la cabeza, cabello chino, ojos azules. Toda de trapo. Y estaba descalza, y ésa fue la razón por la que Lucía la aceptó con inmediatez inexplicable. La quería mucho, pero cuando se quemó, Lucía se asustó tanto al mirarle su rostro mitad calcinado, que nunca más quiso ver un juguete de ésos.
Las muñecas que le siguieron regalando por el resto de su infancia fueron relegadas a la esquina más abandonada de su cuarto. Permanecieron siempre apiladas, como un ejército de demonios fríos y bellos, mirándola desde el mismo sitio. Porque sí, no le gustaban, pero vaya que eran bonitas. Eran como Violeta, que se le hacía indescriptiblemente bonita, atrayente, y al mismo tiempo su rostro era el más frío y ausente de vida que hubo visto jamás.

Con el paso del tiempo, Violeta comenzó a parecérsele una muñeca crecida a tamaño humano. Lucía se asustó, recordando a sus vigilantes de la infancia. De ahí a su delirio de persecución, y a Violeta la comenzó a evitar. Y así, también terminó por evitar a Fabián, que se le hacía una especie de fantasma, con sus ojos azul hielo, dientes blancos; su cara de ángel, pero con sonrisa torcida.

Fabián, que siempre usaba gabardinas.

La siesta

Pudo haber sido el viento helado que le quemaba la cara, o tal vez la sola sensación de recordar la ocasión que se encontró el cadáver de aquélla muchacha con los brazos colgando afuera de la ventana de una casa. Al principio, creyó que ella jugaba, o descansaba. Pensó que tal vez había llegado exhausta de algún lado y se había sentado, quedándose dormida. Era muy factible, porque toda ella reposaba recargada contra la pared. Quieta, impasible ante el caos de la calle y todo el ajetreo de afuera, la muchacha permanecía inerte. Él observaba con particular admiración su cuerpo recostando contra el marco del ventanal, su cara con la vista hacia afuera, mientras uno de sus brazos se balanceaba. No se le olvidaba.

Incluso en su momento, le pareció indescriptiblemente atractiva la situación: él caminando tranquilo, el sol que se ocultaba, las luces de los faroles que comenzaban a prenderse golpeando tenuemente la calle y a todos lo peatones. El ruido de los carros, el desesperado movimiento del tráfico.

Y sin embargo ahí estaba ella, recargada y quieta. Dormía escapando descaradamente de todo lo que sucedía en el exterior, como si fuese un manifiesto contra la ciudad misma.

Decidió acercarse, ponerse a la vista de ella. Quizá causar un contacto cara a cara, conseguir una sonrisa, comenzar a platicar... Todo eso pasaba por su mente, y para cuando tuvo una mejor vista hacia la muchacha, se dio cuenta que todo había sido demasiado inferido por él mismo como para ser verdad. La muchacha colgaba los brazos inertes, tenía los ojos cerrados. Sangre chorreaba por una de sus sienes, extendiéndose hasta su costado. Estaba muerta. (¿Qué?)

Julio se quedó estupefacto por un rato, y después reaccionó. Pues por supuesto que algo andaba mal con ella, porque sangraba, y hacía tanto que no se movía de ahí... él ya llevaba mucho tiempo contemplándola. Y lo peor de todo, había disfrutado la escena. Corrió al edificio para conseguir alguien que le ayudara. Los vecinos, una ambulancia...

La ventana era del tercer piso. Julio subió las escaleras de dos en dos, rápidamente. Fácil dio con la puerta correspondiente a la pieza que daba a la calle. Estaba abierta. Dentro, una pieza acogedora, nada pequeña. Había ropa doblada sobre la cama, del lado izquierdo una cortita escalera que daba a un escritorio. También estaba un intento de biblioteca, hundida en comparación con el resto del departamento. Recorrió todo antes de acercarse hacia la muerta, tal vez habría algún indicio. De la escalera había un caminito de sangre que serpenteaba hasta el baño manchado de ése rojo en varias partes. Entonces se cayó de la escalera, pero no pidió auxilio...

Se acercó a la muchacha. Con sus ojos cerrados, parecía más dormida que muerta. Su expresión permanecía calmada, sus gestos tranquilos, y el cabello le caía ondulado y apacible sobre los hombros. Pensó en moverla de la ventana, pero desistió. Luego tratarían de implicarlo, aunque él no tuviera la culpa. Y eso no importaba ahora, porque ya estaba ahí, no le quedaba otra salvo ayudar, hacer algo.

Y resultó que Julio Neira había encontrado muerta a Lucía Cobián.

sábado, 11 de octubre de 2008

Blackouts

Bam.

El golpe de la puerta que se cierra. Y luego, blanco. Todo blanco hasta el infinito, en el cuarto donde no se alcanza a distinguir si quiera una esquina, o si realmente se está en la nada.

Bam.

Otra puerta. Otro grito. La blancura le aterra y cierra los ojos, porque es tanta la luminiscencia del lugar que intenta contrarrestarla buscando en las cuencas de sus ojos un poco de oscuridad. Los cierra y todo se acaba. El mundo, las paredes, el blanco... Y pareciese que hubiera encontrado por fin una luz entre tanto blanco. Quería encontrarse, dentro de sus efímeros segundos de oscuridad.

Cuando tiene que decidir el corazón, es mejor que decida la cabeza. A Esteban le daban espasmos crónicos cada vez que se veía en la necesidad de tomar alguna decisión. [¿Café con pan, o galletitas con leche? Vivir en la ciudad, o quedarse en el pueblo... Querer asesinar a alguien, o callar y dejarle ir.] Sentía que al elegir dentro de esa constante encrucijada a la que uno se somete cotidianamente, limitaba su libertad, le condenaba. A final de cuentas, por eso dejó que todo se le trastornara en la cabeza. Y prácticamente, eso fue lo que le hizo venir a parar en este lugar.

Cabeza.
Todo se remite a la cabeza: hambre, sueño, pudor, vergüenza; sueños, miedos, esperanza, ansiedad... todo lo controla el señor Cerebro. Señor Cerebro, Doctor, Amo, Dios del Universo Humano. Doctor, doctor, doctor. Cerebro. Ah, ya se rayó el disco.

Y nada, que es la primera noche en esta blancura ininterrumpida y Esteban quiera ya irse a dormir.

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Salvo leves variaciones, Esteban siempre sueña con Lucía. Le enternece su sonrisa, la toma de las manos, se la lleva por los prados a pasear. Corren a orillas de la laguna y se sientan en los arcos de la iglesia a comer cerezas que cortan ellos mismos. [Ah, Lucía, ¿dónde estás?]

Y la busca cuando se le desaparece, cuando el mundo anuncia venírsele de cabeza. Va y viene por los campos, corriendo; llamándola a gritos, desesperado. Es que aún no se hace de noche, pero pronto se pondrá el sol. Lucía, Lucía. Lucía.

Entonces escucha una risita ahogada, y es ella que juega al escondite entre los arbolitos. Esteban puede alcanzar a ver sus piececitos escondidos entre tanta rama. Se estira, y la alcanza. Ella grita, se retuerce a causa de las endemoniadas cosquillas y se ríe, cómo se ríe. Ríe tanto que a él también termina por darle risa, y no puede más que cerrar los ojos y llorar del esfuerzo en sus costillas por las carcajadas. Ja, jajaja. Lucía. Ya. Jajaja. Para.

Y Esteban abre los ojos, y de nuevo el cuarto blanco con ventanitas pequeñas. Ya no oye a Lucía, quedan solos él y su risa hueca, y las lágrimas de nostalgia y tristeza en sus ojos. Lo peor de todo, es que con la nueva camisa de fuerza que le pusieron no se las puede secar.

domingo, 5 de octubre de 2008

Abrigo rosa, parte I

Pienso en un tren y una sonrisa desdibujada cuando evoco el rostro de aquella niña sentada frente a la ventana, en el vagón donde todos duermen apelmazados uno contra otro, cubriéndose con los periódicos de ayer, y usando las maletas a manera de almohada. La niña juega con su muñeca deshilachada.

Y espera ahí dentro, con su abrigo color palo de rosa y un gorrito café calado en la cabeza.

Se llama Esther, lo dijo tímidamente cuando una mujer de edad le abrió sus brazos para mentir familiaridad aprovechando el sueño de los vagos, y aplazar así la primera tribulación de la pequeña. Afuera llovía.

Con tedio, Esther aplastó su nariz contra la ventana, decidida a ignorar a la viejecita que le decía cariñitos y le preguntaba cómo se llamaba su muñeca. Exhaló repetidamente para después dibujar sobre el vaho en el vidrio una casa, un árbol, un carro.

Un guardia apresuraba los abrazos de novios y familiares que se despedían de aquellos que pronto marchaban y acaso, los olvidarían.

La casa y el árbol se habían disuelto antes de que Esther pudiera dibujar el rostro de su madre, apurándola a escaparse de ese hogar mancillado por los golpes de un hombre trastornado. Aquél que con su frustración y su aliento amargo colmó la paciencia de las dos mujeres. Por eso estaba sola en el vagón, aplastada, asediada por aquélla viejita indeseable. Su mamá se quedó en casa. Sólo la había ayudado a escapar.

Esther estrecha a la muñeca contra su pecho, y se pregunta si así como su madre le dejó en este vagón, ella habrá de dejar también a su compañera de trapo. No, que le haría falta mucha compañía. Su madre le mencionó el nombre del pueblo al que llegaría, le dijo que era un lugar de muchos días soleados, y que en el bosque vivían conejos. Esther se concentra, intentando imaginar qué tipo de árboles, qué color irá en la piel de los conejos, qué tanto calentará el sol… Y se imagina de nuevo su casa.

Tres días después, Esther vaga solitaria por las callejuelas del pueblo al que hubo arribado. Camina a pasitos lentos, con sus botitas resonando a lo largo del camino, arrastrando del brazo a su muñeca. Sus ojitos inquisidores tratan de hallar sentido a los caminos, a las casas, al rostro de la gente. Es verdad, hace mucho calor. El gorrito y el abrigo también se van arrastrando, porque la pequeña olvidó la maleta en la estación.

Voltea la vista a la derecha, y divisa un pórtico, una casa de madera. Se dirige a las escaleras para sentarse un rato. Acomoda sus cosas a un lado, y sobre ellas recuesta a la muñeca. Esther se queda dormida ahí mismo, apoyando la cabecita en sus manos, mientras pensaba qué haría, y en dónde habría de buscar a los conejitos.

Ahora es un sueño, porque de repente ya trae un vestido nuevo, con el que no le da calor, y sabe de alguna manera que su madre le espera en una casa en la que no habría ningún hombre. Esther camina por el bosque, sus huarachitos aplastando el pasto y una que otra hoja seca. Por la sombra de los árboles camuflajeando los rayos del sol, tan altos como las torres de electricidad que había cerca de su casa, el calor no quema. El cabello recogido, amarrado con un listoncito blanco y azul. Por ahí pasa un conejito, saltando la piedra sobre la que Esther se había sentado. La pequeña corre tras de él, hay que alcanzarle...

ejercicio #1

"Los buenos tiempos no vendran, ni siquiera jalados con grúa", pensó mientras revolvía el Coffee Mate en su taza de americano. Que no sabía nada de economía, era cierto; que la filosofía política le parecía vomitiva, también. Sin embargo, cada vez que sus ojos rescataban algún gesto de índole desubicada, cuando atrapaba al azar trozos de conversación al vuelo, algo así como "vivimos en una época de decadencia económica y recesión monetaria", o cuando algún doctor diagnosticaba algún fémur fisurado y músculos con esteroclerosis, se confirmaba su teoría de los vicios circulares sobre los que se regía la vida: eran igual de vertiginosos que los olores de drenaje saliendo de una alcantarilla.



-Pagó la cuenta.-

Luego, estaban las iglesias, cuyo perenne optimismo era tan irrelevante como un semáforo en cada esquina, o un anuncio de TVnotas en cada calle. Tanto se repetía su estandarte persignado, que resultaba un eco bastante amainado de los clamores que hacía tiempo la gente valoraba más que las sábanas frescas de su cama los domingos.

-Subió al metro-




Tal vez fue la época de apatía en la que creció, o el hecho de que sus papás no la llevaban a misa. Quizá la acústica de las iglesias hubo cambiado de estructura, o simplemente comprendió que deleitarse con la inifidad de sueños y placeres que ofrece una camita y una almohada eran infinitamente mejores que los rezos monótonos de una pavada de limosneros dedicados a la lisonja y a ocultar sus perversiones bajo el trémulo velo de la moralidad...



Entonces, el metro se detuvo en seco. Las luces se apagaron, y ella se encontró a mitad de un túnel en compañía de otros tantos hombres y mujeres ensardinados. Pobres de nosotros, se dijo, no sólo estamos atrapados en este vagón dentro de un túnel, también nos atrapamos en los taxis, en las duchas tomadas a diario como es debido, nos atrapamos unos en los otros, en un abrazo, en un apretón de manos, en un beso...



Todos deberíamos tener miedo, a final de cuentas. Llega un punto en el que no sabes si actúas por inercia o por decisión propia. ¿Compras el agua porque tienes sed, o porque en la tele te dijeron que te quita la grasa?

miércoles, 1 de octubre de 2008

Puedo mostrar

La última carta que sucede cuando todos están ocupados, es irrelevante, pero fuera de ella no hay más. Se dan cuando su relevancia es de todo o nada. Esa leve urgencia por vomitar lo visto, lo pensado, lo acumulado. Una necesidad turgente de catarsis de pensamiento, palabra, obra y omisión, como decía aquel tipo barbón con pretenciones de mesías.

Podría mostrar todas las cartas escritas sobre mi memoria inmediata, todas desesperadas, directas. Tan verdaderas y certeras como cualquier manifiesto milenario, que merecen ser leídas, pero se pierden en instantáneo. Si tan sólo alguna de ellas lograra traspasar hacia mi memoria poética...

Dádose el caso, nunca se olvidaría, y permanecería latente y perenne. Tatuada en mis ojos, insigne en mi piel, adherida a mis uñas.
Para muestra, basta tu botón.