miércoles, 22 de octubre de 2008

Meae deliciae, mei lepores

¡Voy a robarte la belleza de un hachazo, pastelito! Te guste o no. Aquí nada más hay de dos sopas, la tuya y la mía. Creo irrelevante explicar cuál es la sabrosa.

Tanto tiempo observándote desde lejos, toparme en ocasiones contigo en el mismo vagón. Ya no puedo resistirte. Salía del metro y ahí estabas, tus redondas rebanadas (deliciosas...), blancas como la leche pero antojábanse cual irresistible chocolate: con una delicia ancestral y perenne. ¿De dónde eres? ¿Por qué coincidimos en la mayoría de los cruces peatonales, en los puentes? Oh, pasita enchocolatada de apellidos lejanos y occidentales... ojos de gomita azul de grenetina.

Observé cómo retocabas tus labios para volverlos gajitos de manzana acaramelada, mil veces he pescado el perfume de tus cabellos, un macciato con jarabe de amaretto hasta ahora inequiparable a ningún otro olor en las cafeterías más elegantes. Tu piel de melón, fresca. Saliva sabor tamarindo.

Y cada vez que te veo pasar por las escaleras, yo, una simple rata que engulle la migaja accidentalmente tirada por los pedestres en la acera, me siento salada y sin sazón. Una cazuela de arroz sin ajo y sin tomate, que mira con ansias irreprimibles las delicias del postre que cargas cada mañana por todo tu endulzadísimo cuerpo.

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