lunes, 28 de septiembre de 2009

Carta para un hombre con sombrero

Nunca se lo he dicho a nadie, me gustan mucho las flores. Me conmueven, me hacen sonreír con una especie de inocencia casi infantil. Cada vez que cruzo uno de los puentes desvencijados cerca de Insurgentes, veo al mismo señor sentado con su canasto lleno de rosas y ramos de gardenias. Y siempre titubeo a la hora de decidir pasar de largo o detenerme y comprar un ramo. Podría hacerlo; el dinero lo tengo. Compraría las flores, las llevaría camino a casa muy cerca de mi pecho, dejando que su esencia se filtrara lentamente dentro de mí. Gardenias, con su blanco color cremoso de mil épocas, con su olor a tango y a rocío, impregnadas con la sonrisa y el susurro casi imperceptible de alguien más...

También cuando me toca caminar por San Ángel, y atravieso el mercado de las flores, muero por comprar un ramo de gerberas, de rosas blancas, o de tulipanes... Y es que entre tanto colorido vegetal me invade una infundada certidumbre: como si las flores por sí solas fueran a embellecer la vida, como si al colocarlas en mi casa, las paredes blancas dejarían de verse desnudas y la soledad fuera más llevadera por compartirla con ellas.

Pero no, siempre me resisto. No tengo a quien llevarle flores. Afuera de mi casa sólo hay lugar para cactáceas y tendederos para la ropa. Las gardenias dentro de mi recámara no durarían un sólo día. Marchita la vida, marchito el lugar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

And if you gaze for long into the abyss, the abyss gazes also into you

Es cierto, mujercita. ¿Exactamente hace cuánto que no sonríes de verdad? Siempre apurada, caminando a zancadas, con el tiempo a cuestas. Ni en domingo, ni en lunes, ni en miércoles te atreves a intentar lo que hace dos años pautaba tus sueños; a lo que hasta con los dientes te aferrabas. Bendita ignorancia la tuya cuando pensabas que deshaciéndote de tu historia lograrías libertad.

Te has despojado de todas las sábanas oníricas que antes abrazabas. Y mientras, sentada al borde de la cama, desnuda contemplas las telas pisoteadas de tu juicio. Observas tus pies podridos y tus cabellos asimétricos. Entonces buscas otros ojos -comprensivos, tiernos- que te miren de vuelta, otras manos que te tomen de sorpresa al despertar por la mañana. Buscas un motivo, un aliento, un suspiro. Así vas por toda tu pieza, arrojando papeles, tirando sombreros, revolviendo entre los cajones de la ropa, queriendo -en parte arrepentida, la otra aún esperanzada- hallar un salvavidas. Algo que te recuerde que no basta beberte los libros uno a uno, que la poesía se encuentra en todos lados si se sabe apreciar, que uno y uno no es igual a dos pero quizá den uno mismo, que el dolor y el cansancio son imprescindibles a la hora de las pruebas del ensayo y errar.

Te estás hundiendo, idiota. Yo te recomendaría que lucharas por salirte del pantano.