domingo, 12 de octubre de 2008

Muñecas

A Lucía nunca le gustó jugar con muñecas, se le antojaban feas y tiesas. Los ojos vacíos, la sonrisa estática, especialmente las de porcelana le daban miedo. Por eso, a lo largo de su infancia sólo permitió a las muñecas de trapo dentro de su repertorio lúdico. Le divertía sentirlas frágiles cuando las movía, las abrazaba porque no eran duras como aquéllas de plástico.

De hecho, existió una sola muñeca a la que Lucía permitió le acompañase por mucho tiempo. Era una muñeca morenita que tenía un vestido rojo con bolitas blancas y un pañuelo atado a la cabeza, cabello chino, ojos azules. Toda de trapo. Y estaba descalza, y ésa fue la razón por la que Lucía la aceptó con inmediatez inexplicable. La quería mucho, pero cuando se quemó, Lucía se asustó tanto al mirarle su rostro mitad calcinado, que nunca más quiso ver un juguete de ésos.
Las muñecas que le siguieron regalando por el resto de su infancia fueron relegadas a la esquina más abandonada de su cuarto. Permanecieron siempre apiladas, como un ejército de demonios fríos y bellos, mirándola desde el mismo sitio. Porque sí, no le gustaban, pero vaya que eran bonitas. Eran como Violeta, que se le hacía indescriptiblemente bonita, atrayente, y al mismo tiempo su rostro era el más frío y ausente de vida que hubo visto jamás.

Con el paso del tiempo, Violeta comenzó a parecérsele una muñeca crecida a tamaño humano. Lucía se asustó, recordando a sus vigilantes de la infancia. De ahí a su delirio de persecución, y a Violeta la comenzó a evitar. Y así, también terminó por evitar a Fabián, que se le hacía una especie de fantasma, con sus ojos azul hielo, dientes blancos; su cara de ángel, pero con sonrisa torcida.

Fabián, que siempre usaba gabardinas.

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