domingo, 5 de octubre de 2008

Abrigo rosa, parte I

Pienso en un tren y una sonrisa desdibujada cuando evoco el rostro de aquella niña sentada frente a la ventana, en el vagón donde todos duermen apelmazados uno contra otro, cubriéndose con los periódicos de ayer, y usando las maletas a manera de almohada. La niña juega con su muñeca deshilachada.

Y espera ahí dentro, con su abrigo color palo de rosa y un gorrito café calado en la cabeza.

Se llama Esther, lo dijo tímidamente cuando una mujer de edad le abrió sus brazos para mentir familiaridad aprovechando el sueño de los vagos, y aplazar así la primera tribulación de la pequeña. Afuera llovía.

Con tedio, Esther aplastó su nariz contra la ventana, decidida a ignorar a la viejecita que le decía cariñitos y le preguntaba cómo se llamaba su muñeca. Exhaló repetidamente para después dibujar sobre el vaho en el vidrio una casa, un árbol, un carro.

Un guardia apresuraba los abrazos de novios y familiares que se despedían de aquellos que pronto marchaban y acaso, los olvidarían.

La casa y el árbol se habían disuelto antes de que Esther pudiera dibujar el rostro de su madre, apurándola a escaparse de ese hogar mancillado por los golpes de un hombre trastornado. Aquél que con su frustración y su aliento amargo colmó la paciencia de las dos mujeres. Por eso estaba sola en el vagón, aplastada, asediada por aquélla viejita indeseable. Su mamá se quedó en casa. Sólo la había ayudado a escapar.

Esther estrecha a la muñeca contra su pecho, y se pregunta si así como su madre le dejó en este vagón, ella habrá de dejar también a su compañera de trapo. No, que le haría falta mucha compañía. Su madre le mencionó el nombre del pueblo al que llegaría, le dijo que era un lugar de muchos días soleados, y que en el bosque vivían conejos. Esther se concentra, intentando imaginar qué tipo de árboles, qué color irá en la piel de los conejos, qué tanto calentará el sol… Y se imagina de nuevo su casa.

Tres días después, Esther vaga solitaria por las callejuelas del pueblo al que hubo arribado. Camina a pasitos lentos, con sus botitas resonando a lo largo del camino, arrastrando del brazo a su muñeca. Sus ojitos inquisidores tratan de hallar sentido a los caminos, a las casas, al rostro de la gente. Es verdad, hace mucho calor. El gorrito y el abrigo también se van arrastrando, porque la pequeña olvidó la maleta en la estación.

Voltea la vista a la derecha, y divisa un pórtico, una casa de madera. Se dirige a las escaleras para sentarse un rato. Acomoda sus cosas a un lado, y sobre ellas recuesta a la muñeca. Esther se queda dormida ahí mismo, apoyando la cabecita en sus manos, mientras pensaba qué haría, y en dónde habría de buscar a los conejitos.

Ahora es un sueño, porque de repente ya trae un vestido nuevo, con el que no le da calor, y sabe de alguna manera que su madre le espera en una casa en la que no habría ningún hombre. Esther camina por el bosque, sus huarachitos aplastando el pasto y una que otra hoja seca. Por la sombra de los árboles camuflajeando los rayos del sol, tan altos como las torres de electricidad que había cerca de su casa, el calor no quema. El cabello recogido, amarrado con un listoncito blanco y azul. Por ahí pasa un conejito, saltando la piedra sobre la que Esther se había sentado. La pequeña corre tras de él, hay que alcanzarle...

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