sábado, 22 de marzo de 2008

La calle de los locos


Doña Irmina es la que se sale al patio y orina, me dijeron. Entonces yo estaba preparado para ver quizá unas decrépitas nalgas a través del patio. Pero nunca me dijeron que era chimuela.

¿Y quién demonios era Patricio Milno? Otro loco, de seguro. Y en su honor, o quizá bajo su protección, un montón de ellos se resguardaban en esa calle que portaba su nombre.

Salí a caminar, ubicar los rumbos, toparme con el panteón en el que se cortaba la calle, asomarme para ver si podía ver el Obispado y su bandera recién reinstalada. Entonces pasé por la casa de Doña Irmina. La ví, justo como me advirtieron. En frente de la puerta, asoleando sus piernas, sentada en posición de cagar. Bueno, uno no sabe cómo reaccionar, pero ella te indica con su sonrisa hueca que debes actuar con total naturalidad.

Sigues adelante, pues.

Marina es una niña, de quizá unos diecinueve años. Pero tiene cerebro de alguien de dos. Babea y gatea persiguiendo al perro. No pude evitar desviar la mirada del espectáculo que ella ofrecía, porque recordé a mi hermana. Y casi lloro.

El señor de la esquina es un viejo tranquilo, excepto cuando pasa algún perro. Les tiene mucho miedo, y si se asusta, comienza a arrojar cosas a la calle, en espera de que una lluvia de radios, cafeteras y metales ahuyente a los perros para siempre. Nunca le pregunté por qué hace eso, a su esposa.

Siempre hubo en ese lugar. Había fácil unos dieciséis locos, sólo en esa calle. Uno de ellos era mi abuelo Manuel, El Guayabito.

Siempre que empieza una historia, por lo general, se desconoce cómo va a terminar. Pero mi abuelo siempre dijo que él iba pasar por alto al cementerio. Nadie lo tomó en serio cuando decretó esa máxima, y creo que todos la olvidaron salvo mi hermana y yo.

Mi abuelo se volvió loco con el tiempo. Esperó a que todos sus hijos se fueran de la casa, enterró con duelo a su esposa, conoció a todos y cada uno de sus nietos y, cuando supo que no tenía otra cosa más que cumplir, decidió abandonarse al terreno de lo absurdo. Tal vez lo hizo por voluntad propia, y no fue por coincidencia, como dice la gran mayoría de la familia.

Le dijeron Guayabito porque comenzó a juntar guayabas en el súper. Se las llevaba todas en la mano, y obviamente llegaba a la casa con diez de las cincuenta que había juntado en un principio. Y así, toda la gente se lo comenzó a topar deambulando en medio de la calle. Mi tía tuvo que llevárselo a su casa, pero resultó peor, porque se salía todos los días después de verla marcharse al trabajo, y se iba a su legítima casa. Excepto la vez que confundió la calle y terminó varado en medio de Simón Bolívar con un montón de carros que lo acorralaron y no le dejaron pasar, ni retroceder. Posiblemente haya sido en ese momento, viéndose totalmente indefenso en su contexto, que El Guayabito decidió desanudarse ese hilito que aún traía atado a algún dedo, y olvidarse de la realidad comunal.

Ahora ya no podía salir de su cuadra, y ni siquiera hubo de impedírselo. Se limitaba a sacar su mecedora, y ponerse a comer guayabas a la sombra del árbol que él mismo plantó años atrás.
Yo ya tenía más de diez años, los suficientes como para notar que en sus pupilas el brillo era diferente a la amargada mirada de mi padre, y la preocupada luz que salía de los ojos de mi mamá. O a lo mejor era esa perspectiva que uno tiene de pequeño. Pero cada vez que paso y por casualidad mis ojos se cruzan con los de Marina, siento que tienen la misma luz que salía de los ojos de mi abuelo Manuel.

El vecindario fue cambiando, las casas cambiaron de color, se fue gente y llegó otra. Pero desde ese tiempo, estaba Doña Irmina, y el señor con fobia a los perros era tan sólo un niño de unos doce años. De súbito, nos dimos cuenta que el vecindario estaba lleno de locos. Llegaron los predecibles misioneros que venían a predicar la palabra de salvación para nuestros "pobres desamparados". Los corrimos a patadas. Nuestros locos no eran pobres, tenían comida, ni desamparados, porque tenían familia. Toda la cuadra dejó de ir a misa, y creo que es fecha que no oigo hablar de religión en ese lugar.

Los nuevos señores que llegaron eran policías, y gustaban de tirar bromitas a diestra y siniestra. Le tenían una especial predilección al Guayabito. Llegaban todos los días, antes de irse al trabajo, cercaban la entrada de la casa, y por la bocina, gritaban:

"Atención, esto no es un simulacro de operativo. Tenemos orden de arresto para el señor Manuel Guayabito Gutiérrez, salga con las manos en alto y no intente arrojar guayabas."

Mi abuelo se asustaba mucho, corría hacia la cocina tan rápido como sus pantuflas blancas y sus flacas piernas se lo permitían, tomaba unas cuántas guayabas, tres manzanas quizá, y salía disparando frutas a las patrullas aparcadas en la calle. Los viejos salían disparados, carcajada tras carcajada, y se largaban a trabajar.

Hasta que tuvieron que dejar de hacerlo.

Como parte de su rutina, salieron los policías a reunirse y saludar, tomaron su patrulla, y se dirigieron a la casa de mi abuelo.

"Atención, Guayabito Gutiérrez, sabemos que está dentro. Queda arrestado por posesión ilícita de guayabas alucinógenas, entre otros narcóticos. Salga con las manos en alto, o procederemos con violencia."

Pero uno de ellos cometió la estupidez de sacar su pistola, abrir la reja, y golpear la puerta hasta que cediera. Mi abuelo no estaba preparado para ese ataque tan improvisado y ajeno a la particular rutina de todos los días. Se paralizó, palideciendo como nunca, tuvo un ataque, y se desplomó en el suelo.

Los policías dejaron de reírse al tiempo que El Guayabito caía y se golpeaba la cabeza contra una silla, y las guayabas rodaron por toda la sala. Doña Irmina se horrorizó tanto al contemplar la escena que corrió hacia la bola de uniformados y comenzó a arrojarles piedras, gritándoles sandeces y deseándoles a todos y cada uno, la peor de las muertes a causa de aguacates mal lavados.

Llevaron a mi abuelo al hospital. Me dijeron que había tenido un paro cardiaco, luego que una embolia. Creí todas las versiones. Todo con tal que me dijeran que se podía recuperar.

Y lo hizo.

Cuando abrió los ojos, en una tarde de hospital, se volvió hacia mí y dijo, ves m'ijo, yo los cementerios los paso por alto.

Pero después de eso, no volvió a hablar.

Regresaron al Guayabito a su casa, pero ya no hablaba, ya no comía nada, ni siquiera guayabas. Se quedaba en su mecedora las horas, esperando que llegara la enfermera y a regañadientes le hiciera comer. Visitarlo ya no tenía mucho sentido, pues uno sólo podía contemplar los despojos de un señor otrora llamado Manuel. Excepto para Marina, que era tan sólo un bodoque de año y medio, y se la pasaba jugando al lado de mi abuelo.

A partir de entonces, aumentó la frecuencia de locos en la calle. Dijeron que mi abuelo fue el que causó la epidemia. Marinita dejó de hablar de repente, y se quedó babeando monosílabos para siempre. El señor de la fobia a los perros también perdió la razón. Todos los que lo conocían bien cuando estaba cuerdo se volvieron locos, excepto Doña Irmina, que ya estaba mal.

Desde luego, el grupo de policías tuvo que abandonar la colonia. Familias enteras iban a sus casas y arrojaban guayabas y toda clase de fruta para recordarles el episodio del Guayabito. Digamos que el suceso tuvo mucho peso en la historia de la colonia.

Los loquitos comenzaron a salir a las calles a deambular perdidos, excepto mi abuelo. Todos hacían algún destrozo, gritaban, lloraban, se reían. Excepto mi abuelo.

Hasta un día, que parecía que andaban particularmente más exaltados que de costumbre, mi abuelo, tendido en su mecedora, esperó a que la enfermera se metiera a prepararle su desayuno para levantarse, abrir la reja, y salir a la calle caminando como no lo había hecho en años. Era un viejo calvo, con bata blanca y pantuflas azules, avanzando en dirección al panteón con paso lento y desgarbado. La bola que estaba profiriendo alaridos y murmullos atropellados se le quedó viendo. El viejo avanzaba hacia el cementerio, los locos lo empezaron a seguir. Topó contra la alta pared blanca que separaba a los vivos de los muertos. El séquito de atrás se detuvo en seco. Manuel, según dicen, trepó la barda con esfuerzo, y una vez arriba, se dio media vuelta con precaución de no caerse antes de lo previsto y saludó al público que se encontraba ahí abajo, mirando a mi abuelo con expresión por demás incrédula y extasiada. Manuel, el Guayabito, se había levantado. Todos le aplaudieron al unísono. Gritaron, volvieron a aullar, cantaron, bailaron tan bien como sus atrofiados cuerpos permitieron. Y en eso, el Guayabito saltó, panteón adentro.

El estrépito que ocasionó la bola de locos que se quedaron del otro lado del muro fue tanto que todos los vecinos salieron a ver qué pasaba. Para cuando se dieron cuenta y pudieron comprender entre babeos y frases entrecortadas lo que el Guayabito había hecho, los locos estaban corriendo en búsqueda de la entrada al panteón. Los agarraron a todos, de la bata, del vestido, de la camisa, y los arrastraron de vuelta a Patricio Milno. Unos cuántos, acompañados de la enfermera, se metieron al panteón a buscar a Manuel. Entre pilas de escombros y lápidas, capillas, ángeles y cruces marchitas, encontraron una pantufla, y la bata. De mi abuelo, no había seña alguna. Y nunca la volvió a haber. Pero en la calle de los locos, su historia se sabe de principio a fin de las cuadras, incluso traspasó las colonias, y hay gente que asegura que vió por esos años a un viejo flaco y escuálido volando por los aires, con una sola pantufla. No les creo. Prefiero pasear por aquí, a pesar de que el señor odie a mi perro, y me quedo parado frente a la pared blanca con la que topa la calle.

Mi abuelo, tal como él dijo, había pasado por lo alto el cementerio.

1 comentario:

Jesús Mtz dijo...

Solo puedo decir q ahi muchos locos mas cuerdos q uno.-..