martes, 1 de abril de 2008

Historia de la hoja blanca, parte III

Postal Service

-No soy buena para hacer diálogos - dijo Daine.

-Nadie te lo está pidiendo - le respondió Jan.

Daine se le quedó viendo fijamente por un largo rato. Tenía que hacer algo con ese silencio incómodo que comenzaba a prolongarse y expandirse, nublándolos y arrinconándola a ella donde no sabía qué hacer para contrarrestarle. Desvió la mirada hacia otra parte, mientras él se limitaba a sonreír. Divididos entre silencios y miradas, pero tomados de la mano, y con el brazo de él rodeando la cintura de Daine, seguían bailando en el sótano.

"Piensa en algo para decir, un tema para hablar", se repetía Daine. Pero en lo único que podía pensar era en que de repente estaba bailando con un tipo que se había topado afuera de su casa, quien venía de España, y que realmente no sentia que tuviera que ver con ella en lo absoluto. El haberse conocido fue un error desde el principio, ya que las cartas de él se quedaron equivocadamente en el buzón de Daine, y ella tuvo que corregir esa falla, atribuible total y legítimamente al deficiente servicio postal. Osea que la conversación derivada a raíz de dicho evento malamente ejecutado fue por mera cortesía; en realidad ella no tenía interés en permitir que un foráneo español con nombre de checo/húngaro/austríaco bailara con ella.

Así que ahí estaba, permitiendo que Jan le tomara la cintura y se deslizacen lentamente de un lado a otro. Tal vez Daine había permitido que el error inicial de las cartas mal repartidas se extendiera demasiado lejos. Y ése era el error, que continuaba con un nuevo error cometido por ella.

Viéndose estancada en esta situación, Daine se encuentra bastante ansiosa por conseguir que el error pueda retomar un nuevo curso y se autocorrija. Para ello, necesita un tema de conversación lo suficientemente impactante o desagradable para que Jan sea tomado por sorpresa, le pueda soltar la mano, y dejen de bailar.

Podría mencionar los cientos de fotos que ella tomó cuando visitó un pueblo de esos que estaban en guerra. La gente destazada, las mujeres asesinadas a pedradas, los niños con los sesos de fuera, los brazos mutilados, las balas perdidas. Y si eso no le resultase a él suficientemente turbante, entonces podría añadir el éxtasis que ella sentía al tomar esas imágenes, porque sentía que los ojos de esa gente soltaban gritos más desesperados y aturdentes que cualquier sonido amplificable, con todo y los vicios de la tecnología. Se sentía conmovida al ver tanta sangre, se daba cuenta de lo efímera y tangible que puede ser la vida al mismo tiempo. Y además diría que amaba la fotografía porque sentía que podía recolectar el tiempo, las emociones y la vida misma, que tomaba fotos porque le asustaba el hecho que tal vez no podría conocer muchas cosas y que otras las podría olvidar. Así que también tomaba fotos para recuperar, según ella. Entonces le explicaría que ella lo tomaba como una inversión millonaria de tiempos y espacios, un fondo de ahorro, su propia colección de momentos, y que ahora que lo pensaba, ella nunca había fotografiado nada que tratase acerca del error, y que viéndolo a él en esos momentos, resultaba el ejemplo perfecto de uno de ellos. Le diría que le permitiera retratarle, y que la suya fuera la foto del error. Entonces Jan trastabillaría y soltaría cualquier excusa rebuscada para abandonar el sótano y marcharse, dejando a Daine parada en medio del piso, sola, con la cámara en mano.

Pero no, no es viable, se dice ella misma. Escupirle todo ese discurso improvisado sería, primero que nada, darle pie a uno de sus tantos soliloquios. Segundo, realizar una confesión de esas que no se le hacen a un extraño indeseable en forma de error. Y además, implicaría continuar con la cadena de equivocaciones causadas por culpa del servicio postal. Daine no sabía qué hacer. Realizar ese último escape estaba fuera de consideración. No hay otra salida, no hay nada que hacer. Inevitablemente, y con las canciones de bolero como fondo, Daine cierra los ojos y de súbito besa a Jan.

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