lunes, 8 de septiembre de 2008

Re-offender

Un día despiertas sintiéndote la única persona en todo el mundo. Recoges el periódico, te ves barriendo el frente de la casa de al lado y saludas, caminas a la cocina para hacer café, hojeas el diario y lees, sin sorprenderte, que mientras dormías tuviste un accidente en la carretera donde hubo catorce muertos, ves las imágenes de tu cuerpo exánime dispuesto en distintas posiciones, algunas caras están cubiertas con mantas azules, pero eres tú; también firmaste la paz en medio oriente mientras fumabas dos pipas al mismo tiempo, pero empezaste a pelear contra ti mismo en alguna selva de latinoamérica.

Esa especie de omnipresencia que a ratos incrementaba tu curiosidad, pero que también la mitigaba, te confundía. Pensarte, saberte el único. Sin mayor compañía que tí mismo, en el amplio sentido de la palabra. Poder estar contigo en todos lados era tan inevitable que decidiste irrelevante conservar los espejos en el baño y en tu cuarto. Para qué, si podrías salir y contemplarte en el vecino.

Hasta los niños tenían la misma cara que tú, cuando eras chiquito. Estudiaban a diario las hazañas que, de repente, sucedió que habían sido logradas por tí. Tú, que ganaste la independencia para el pueblo, y al mismo tiempo le declaraste la guerra a tu propio país. Tú, que habías descubierto el fuego (¿cómo podría ser? Pero los registros te mostraban a tí, no había duda.) Y eras artista, eras cantante, eras pintor, eras el más pobre y el más rico de todo el mundo al mismo tiempo. Dabas conciertos y dictabas conferencias en todos lados. Incluso hacías misas para cristianos, judíos, musulmanes... En todas partes, aún y no te gustaran los gatos, no faltaba la ocasión en la que te encontraras a tí mismo cargando uno de ellos.

Los gatos te miraban enigmáticos. Como si comprendieran que eras el único, pero que podías ser cualquiera. Y se aburrían y te dejaban pero siempre volvían. Para ti todos los gatos eran el mismo gato. Sólo era uno, igual que tú. Lo mismo pasaba con los árboles y todo lo demás. ¿Cómo enamorarte de alguien que era tú? Esa especie de narcisismo, al principio excitante y vanidoso, terminó por irritar tus noches, pues parecía que dormir con otro tú era como la soledad multiplicada por dos.

La ansiedad derivó en una aturdente inquietud por saber, por imaginarte qué sucedería cuando murieras. El mundo habitado por tí se derrumbaría. No habría más niños, ni vecinos, ni viejos, ni mendigos con tu mismo rostro. De cualquier manera, primero matarías al gato, para acabar con esta paranoia.

Y todos los gatos desaparecieron.

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