Tal vez sea una señal,
cada vez que te miras al espejo.
Quiero decir, nadie es sí mismo
tal cual se reconocía ayer.
Sé que suena como una gran estupidez,
pero pensamientos como este se pasean
por mi mente
cada vez que busco en el radio
alguna canción que me agrade
mientras manejo a la compañía
todas las mañanas.
No seas tonta. Todos vemos la misma luna,
Porque no hay otra.
Todos reímos del mismo bastardo embrutecido
el payaso que llora de regreso al hostal
porque nos recuerda en cierta manera
a nosotros mismos.
La única manera de reír por algo
es poder entender de qué se está hablando.
domingo, 23 de marzo de 2008
Emit Flesti
Sabía que iba a morir,
y por eso le pregunté
por qué me dejaba
irse sin despedirse jamás
y no decir nada
salvo las palabras que yo le arrancaba
a regañadientes
nunca me dijo nada más
ni me dio algo inesperado
salvo muchas sorpresas
condescendiente
calmado
a lo que él contestó:
lo sabes
yo sólo colecciono momentos
no conozco nada más de ti
si quiero una historia
la puedo elegir
entre ti y muchas otras más
Lo sé, fui yo quien te perdí
debí recordar
que tu nombre está mal dicho
y se dice
tiempo
y por eso le pregunté
por qué me dejaba
irse sin despedirse jamás
y no decir nada
salvo las palabras que yo le arrancaba
a regañadientes
nunca me dijo nada más
ni me dio algo inesperado
salvo muchas sorpresas
condescendiente
calmado
a lo que él contestó:
lo sabes
yo sólo colecciono momentos
no conozco nada más de ti
si quiero una historia
la puedo elegir
entre ti y muchas otras más
Lo sé, fui yo quien te perdí
debí recordar
que tu nombre está mal dicho
y se dice
tiempo
sábado, 22 de marzo de 2008
La calle de los locos

Doña Irmina es la que se sale al patio y orina, me dijeron. Entonces yo estaba preparado para ver quizá unas decrépitas nalgas a través del patio. Pero nunca me dijeron que era chimuela.
¿Y quién demonios era Patricio Milno? Otro loco, de seguro. Y en su honor, o quizá bajo su protección, un montón de ellos se resguardaban en esa calle que portaba su nombre.
Salí a caminar, ubicar los rumbos, toparme con el panteón en el que se cortaba la calle, asomarme para ver si podía ver el Obispado y su bandera recién reinstalada. Entonces pasé por la casa de Doña Irmina. La ví, justo como me advirtieron. En frente de la puerta, asoleando sus piernas, sentada en posición de cagar. Bueno, uno no sabe cómo reaccionar, pero ella te indica con su sonrisa hueca que debes actuar con total naturalidad.
Sigues adelante, pues.
Marina es una niña, de quizá unos diecinueve años. Pero tiene cerebro de alguien de dos. Babea y gatea persiguiendo al perro. No pude evitar desviar la mirada del espectáculo que ella ofrecía, porque recordé a mi hermana. Y casi lloro.
El señor de la esquina es un viejo tranquilo, excepto cuando pasa algún perro. Les tiene mucho miedo, y si se asusta, comienza a arrojar cosas a la calle, en espera de que una lluvia de radios, cafeteras y metales ahuyente a los perros para siempre. Nunca le pregunté por qué hace eso, a su esposa.
Siempre hubo en ese lugar. Había fácil unos dieciséis locos, sólo en esa calle. Uno de ellos era mi abuelo Manuel, El Guayabito.
Siempre que empieza una historia, por lo general, se desconoce cómo va a terminar. Pero mi abuelo siempre dijo que él iba pasar por alto al cementerio. Nadie lo tomó en serio cuando decretó esa máxima, y creo que todos la olvidaron salvo mi hermana y yo.
Mi abuelo se volvió loco con el tiempo. Esperó a que todos sus hijos se fueran de la casa, enterró con duelo a su esposa, conoció a todos y cada uno de sus nietos y, cuando supo que no tenía otra cosa más que cumplir, decidió abandonarse al terreno de lo absurdo. Tal vez lo hizo por voluntad propia, y no fue por coincidencia, como dice la gran mayoría de la familia.
Le dijeron Guayabito porque comenzó a juntar guayabas en el súper. Se las llevaba todas en la mano, y obviamente llegaba a la casa con diez de las cincuenta que había juntado en un principio. Y así, toda la gente se lo comenzó a topar deambulando en medio de la calle. Mi tía tuvo que llevárselo a su casa, pero resultó peor, porque se salía todos los días después de verla marcharse al trabajo, y se iba a su legítima casa. Excepto la vez que confundió la calle y terminó varado en medio de Simón Bolívar con un montón de carros que lo acorralaron y no le dejaron pasar, ni retroceder. Posiblemente haya sido en ese momento, viéndose totalmente indefenso en su contexto, que El Guayabito decidió desanudarse ese hilito que aún traía atado a algún dedo, y olvidarse de la realidad comunal.
Ahora ya no podía salir de su cuadra, y ni siquiera hubo de impedírselo. Se limitaba a sacar su mecedora, y ponerse a comer guayabas a la sombra del árbol que él mismo plantó años atrás.
Yo ya tenía más de diez años, los suficientes como para notar que en sus pupilas el brillo era diferente a la amargada mirada de mi padre, y la preocupada luz que salía de los ojos de mi mamá. O a lo mejor era esa perspectiva que uno tiene de pequeño. Pero cada vez que paso y por casualidad mis ojos se cruzan con los de Marina, siento que tienen la misma luz que salía de los ojos de mi abuelo Manuel.
El vecindario fue cambiando, las casas cambiaron de color, se fue gente y llegó otra. Pero desde ese tiempo, estaba Doña Irmina, y el señor con fobia a los perros era tan sólo un niño de unos doce años. De súbito, nos dimos cuenta que el vecindario estaba lleno de locos. Llegaron los predecibles misioneros que venían a predicar la palabra de salvación para nuestros "pobres desamparados". Los corrimos a patadas. Nuestros locos no eran pobres, tenían comida, ni desamparados, porque tenían familia. Toda la cuadra dejó de ir a misa, y creo que es fecha que no oigo hablar de religión en ese lugar.
Los nuevos señores que llegaron eran policías, y gustaban de tirar bromitas a diestra y siniestra. Le tenían una especial predilección al Guayabito. Llegaban todos los días, antes de irse al trabajo, cercaban la entrada de la casa, y por la bocina, gritaban:
"Atención, esto no es un simulacro de operativo. Tenemos orden de arresto para el señor Manuel Guayabito Gutiérrez, salga con las manos en alto y no intente arrojar guayabas."
Mi abuelo se asustaba mucho, corría hacia la cocina tan rápido como sus pantuflas blancas y sus flacas piernas se lo permitían, tomaba unas cuántas guayabas, tres manzanas quizá, y salía disparando frutas a las patrullas aparcadas en la calle. Los viejos salían disparados, carcajada tras carcajada, y se largaban a trabajar.
Hasta que tuvieron que dejar de hacerlo.
Como parte de su rutina, salieron los policías a reunirse y saludar, tomaron su patrulla, y se dirigieron a la casa de mi abuelo.
"Atención, Guayabito Gutiérrez, sabemos que está dentro. Queda arrestado por posesión ilícita de guayabas alucinógenas, entre otros narcóticos. Salga con las manos en alto, o procederemos con violencia."
Pero uno de ellos cometió la estupidez de sacar su pistola, abrir la reja, y golpear la puerta hasta que cediera. Mi abuelo no estaba preparado para ese ataque tan improvisado y ajeno a la particular rutina de todos los días. Se paralizó, palideciendo como nunca, tuvo un ataque, y se desplomó en el suelo.
Los policías dejaron de reírse al tiempo que El Guayabito caía y se golpeaba la cabeza contra una silla, y las guayabas rodaron por toda la sala. Doña Irmina se horrorizó tanto al contemplar la escena que corrió hacia la bola de uniformados y comenzó a arrojarles piedras, gritándoles sandeces y deseándoles a todos y cada uno, la peor de las muertes a causa de aguacates mal lavados.
Llevaron a mi abuelo al hospital. Me dijeron que había tenido un paro cardiaco, luego que una embolia. Creí todas las versiones. Todo con tal que me dijeran que se podía recuperar.
Y lo hizo.
Cuando abrió los ojos, en una tarde de hospital, se volvió hacia mí y dijo, ves m'ijo, yo los cementerios los paso por alto.
Pero después de eso, no volvió a hablar.
Regresaron al Guayabito a su casa, pero ya no hablaba, ya no comía nada, ni siquiera guayabas. Se quedaba en su mecedora las horas, esperando que llegara la enfermera y a regañadientes le hiciera comer. Visitarlo ya no tenía mucho sentido, pues uno sólo podía contemplar los despojos de un señor otrora llamado Manuel. Excepto para Marina, que era tan sólo un bodoque de año y medio, y se la pasaba jugando al lado de mi abuelo.
A partir de entonces, aumentó la frecuencia de locos en la calle. Dijeron que mi abuelo fue el que causó la epidemia. Marinita dejó de hablar de repente, y se quedó babeando monosílabos para siempre. El señor de la fobia a los perros también perdió la razón. Todos los que lo conocían bien cuando estaba cuerdo se volvieron locos, excepto Doña Irmina, que ya estaba mal.
Desde luego, el grupo de policías tuvo que abandonar la colonia. Familias enteras iban a sus casas y arrojaban guayabas y toda clase de fruta para recordarles el episodio del Guayabito. Digamos que el suceso tuvo mucho peso en la historia de la colonia.
Los loquitos comenzaron a salir a las calles a deambular perdidos, excepto mi abuelo. Todos hacían algún destrozo, gritaban, lloraban, se reían. Excepto mi abuelo.
Hasta un día, que parecía que andaban particularmente más exaltados que de costumbre, mi abuelo, tendido en su mecedora, esperó a que la enfermera se metiera a prepararle su desayuno para levantarse, abrir la reja, y salir a la calle caminando como no lo había hecho en años. Era un viejo calvo, con bata blanca y pantuflas azules, avanzando en dirección al panteón con paso lento y desgarbado. La bola que estaba profiriendo alaridos y murmullos atropellados se le quedó viendo. El viejo avanzaba hacia el cementerio, los locos lo empezaron a seguir. Topó contra la alta pared blanca que separaba a los vivos de los muertos. El séquito de atrás se detuvo en seco. Manuel, según dicen, trepó la barda con esfuerzo, y una vez arriba, se dio media vuelta con precaución de no caerse antes de lo previsto y saludó al público que se encontraba ahí abajo, mirando a mi abuelo con expresión por demás incrédula y extasiada. Manuel, el Guayabito, se había levantado. Todos le aplaudieron al unísono. Gritaron, volvieron a aullar, cantaron, bailaron tan bien como sus atrofiados cuerpos permitieron. Y en eso, el Guayabito saltó, panteón adentro.
El estrépito que ocasionó la bola de locos que se quedaron del otro lado del muro fue tanto que todos los vecinos salieron a ver qué pasaba. Para cuando se dieron cuenta y pudieron comprender entre babeos y frases entrecortadas lo que el Guayabito había hecho, los locos estaban corriendo en búsqueda de la entrada al panteón. Los agarraron a todos, de la bata, del vestido, de la camisa, y los arrastraron de vuelta a Patricio Milno. Unos cuántos, acompañados de la enfermera, se metieron al panteón a buscar a Manuel. Entre pilas de escombros y lápidas, capillas, ángeles y cruces marchitas, encontraron una pantufla, y la bata. De mi abuelo, no había seña alguna. Y nunca la volvió a haber. Pero en la calle de los locos, su historia se sabe de principio a fin de las cuadras, incluso traspasó las colonias, y hay gente que asegura que vió por esos años a un viejo flaco y escuálido volando por los aires, con una sola pantufla. No les creo. Prefiero pasear por aquí, a pesar de que el señor odie a mi perro, y me quedo parado frente a la pared blanca con la que topa la calle.
Mi abuelo, tal como él dijo, había pasado por lo alto el cementerio.
¿Y quién demonios era Patricio Milno? Otro loco, de seguro. Y en su honor, o quizá bajo su protección, un montón de ellos se resguardaban en esa calle que portaba su nombre.
Salí a caminar, ubicar los rumbos, toparme con el panteón en el que se cortaba la calle, asomarme para ver si podía ver el Obispado y su bandera recién reinstalada. Entonces pasé por la casa de Doña Irmina. La ví, justo como me advirtieron. En frente de la puerta, asoleando sus piernas, sentada en posición de cagar. Bueno, uno no sabe cómo reaccionar, pero ella te indica con su sonrisa hueca que debes actuar con total naturalidad.
Sigues adelante, pues.
Marina es una niña, de quizá unos diecinueve años. Pero tiene cerebro de alguien de dos. Babea y gatea persiguiendo al perro. No pude evitar desviar la mirada del espectáculo que ella ofrecía, porque recordé a mi hermana. Y casi lloro.
El señor de la esquina es un viejo tranquilo, excepto cuando pasa algún perro. Les tiene mucho miedo, y si se asusta, comienza a arrojar cosas a la calle, en espera de que una lluvia de radios, cafeteras y metales ahuyente a los perros para siempre. Nunca le pregunté por qué hace eso, a su esposa.
Siempre hubo en ese lugar. Había fácil unos dieciséis locos, sólo en esa calle. Uno de ellos era mi abuelo Manuel, El Guayabito.
Siempre que empieza una historia, por lo general, se desconoce cómo va a terminar. Pero mi abuelo siempre dijo que él iba pasar por alto al cementerio. Nadie lo tomó en serio cuando decretó esa máxima, y creo que todos la olvidaron salvo mi hermana y yo.
Mi abuelo se volvió loco con el tiempo. Esperó a que todos sus hijos se fueran de la casa, enterró con duelo a su esposa, conoció a todos y cada uno de sus nietos y, cuando supo que no tenía otra cosa más que cumplir, decidió abandonarse al terreno de lo absurdo. Tal vez lo hizo por voluntad propia, y no fue por coincidencia, como dice la gran mayoría de la familia.
Le dijeron Guayabito porque comenzó a juntar guayabas en el súper. Se las llevaba todas en la mano, y obviamente llegaba a la casa con diez de las cincuenta que había juntado en un principio. Y así, toda la gente se lo comenzó a topar deambulando en medio de la calle. Mi tía tuvo que llevárselo a su casa, pero resultó peor, porque se salía todos los días después de verla marcharse al trabajo, y se iba a su legítima casa. Excepto la vez que confundió la calle y terminó varado en medio de Simón Bolívar con un montón de carros que lo acorralaron y no le dejaron pasar, ni retroceder. Posiblemente haya sido en ese momento, viéndose totalmente indefenso en su contexto, que El Guayabito decidió desanudarse ese hilito que aún traía atado a algún dedo, y olvidarse de la realidad comunal.
Ahora ya no podía salir de su cuadra, y ni siquiera hubo de impedírselo. Se limitaba a sacar su mecedora, y ponerse a comer guayabas a la sombra del árbol que él mismo plantó años atrás.
Yo ya tenía más de diez años, los suficientes como para notar que en sus pupilas el brillo era diferente a la amargada mirada de mi padre, y la preocupada luz que salía de los ojos de mi mamá. O a lo mejor era esa perspectiva que uno tiene de pequeño. Pero cada vez que paso y por casualidad mis ojos se cruzan con los de Marina, siento que tienen la misma luz que salía de los ojos de mi abuelo Manuel.
El vecindario fue cambiando, las casas cambiaron de color, se fue gente y llegó otra. Pero desde ese tiempo, estaba Doña Irmina, y el señor con fobia a los perros era tan sólo un niño de unos doce años. De súbito, nos dimos cuenta que el vecindario estaba lleno de locos. Llegaron los predecibles misioneros que venían a predicar la palabra de salvación para nuestros "pobres desamparados". Los corrimos a patadas. Nuestros locos no eran pobres, tenían comida, ni desamparados, porque tenían familia. Toda la cuadra dejó de ir a misa, y creo que es fecha que no oigo hablar de religión en ese lugar.
Los nuevos señores que llegaron eran policías, y gustaban de tirar bromitas a diestra y siniestra. Le tenían una especial predilección al Guayabito. Llegaban todos los días, antes de irse al trabajo, cercaban la entrada de la casa, y por la bocina, gritaban:
"Atención, esto no es un simulacro de operativo. Tenemos orden de arresto para el señor Manuel Guayabito Gutiérrez, salga con las manos en alto y no intente arrojar guayabas."
Mi abuelo se asustaba mucho, corría hacia la cocina tan rápido como sus pantuflas blancas y sus flacas piernas se lo permitían, tomaba unas cuántas guayabas, tres manzanas quizá, y salía disparando frutas a las patrullas aparcadas en la calle. Los viejos salían disparados, carcajada tras carcajada, y se largaban a trabajar.
Hasta que tuvieron que dejar de hacerlo.
Como parte de su rutina, salieron los policías a reunirse y saludar, tomaron su patrulla, y se dirigieron a la casa de mi abuelo.
"Atención, Guayabito Gutiérrez, sabemos que está dentro. Queda arrestado por posesión ilícita de guayabas alucinógenas, entre otros narcóticos. Salga con las manos en alto, o procederemos con violencia."
Pero uno de ellos cometió la estupidez de sacar su pistola, abrir la reja, y golpear la puerta hasta que cediera. Mi abuelo no estaba preparado para ese ataque tan improvisado y ajeno a la particular rutina de todos los días. Se paralizó, palideciendo como nunca, tuvo un ataque, y se desplomó en el suelo.
Los policías dejaron de reírse al tiempo que El Guayabito caía y se golpeaba la cabeza contra una silla, y las guayabas rodaron por toda la sala. Doña Irmina se horrorizó tanto al contemplar la escena que corrió hacia la bola de uniformados y comenzó a arrojarles piedras, gritándoles sandeces y deseándoles a todos y cada uno, la peor de las muertes a causa de aguacates mal lavados.
Llevaron a mi abuelo al hospital. Me dijeron que había tenido un paro cardiaco, luego que una embolia. Creí todas las versiones. Todo con tal que me dijeran que se podía recuperar.
Y lo hizo.
Cuando abrió los ojos, en una tarde de hospital, se volvió hacia mí y dijo, ves m'ijo, yo los cementerios los paso por alto.
Pero después de eso, no volvió a hablar.
Regresaron al Guayabito a su casa, pero ya no hablaba, ya no comía nada, ni siquiera guayabas. Se quedaba en su mecedora las horas, esperando que llegara la enfermera y a regañadientes le hiciera comer. Visitarlo ya no tenía mucho sentido, pues uno sólo podía contemplar los despojos de un señor otrora llamado Manuel. Excepto para Marina, que era tan sólo un bodoque de año y medio, y se la pasaba jugando al lado de mi abuelo.
A partir de entonces, aumentó la frecuencia de locos en la calle. Dijeron que mi abuelo fue el que causó la epidemia. Marinita dejó de hablar de repente, y se quedó babeando monosílabos para siempre. El señor de la fobia a los perros también perdió la razón. Todos los que lo conocían bien cuando estaba cuerdo se volvieron locos, excepto Doña Irmina, que ya estaba mal.
Desde luego, el grupo de policías tuvo que abandonar la colonia. Familias enteras iban a sus casas y arrojaban guayabas y toda clase de fruta para recordarles el episodio del Guayabito. Digamos que el suceso tuvo mucho peso en la historia de la colonia.
Los loquitos comenzaron a salir a las calles a deambular perdidos, excepto mi abuelo. Todos hacían algún destrozo, gritaban, lloraban, se reían. Excepto mi abuelo.
Hasta un día, que parecía que andaban particularmente más exaltados que de costumbre, mi abuelo, tendido en su mecedora, esperó a que la enfermera se metiera a prepararle su desayuno para levantarse, abrir la reja, y salir a la calle caminando como no lo había hecho en años. Era un viejo calvo, con bata blanca y pantuflas azules, avanzando en dirección al panteón con paso lento y desgarbado. La bola que estaba profiriendo alaridos y murmullos atropellados se le quedó viendo. El viejo avanzaba hacia el cementerio, los locos lo empezaron a seguir. Topó contra la alta pared blanca que separaba a los vivos de los muertos. El séquito de atrás se detuvo en seco. Manuel, según dicen, trepó la barda con esfuerzo, y una vez arriba, se dio media vuelta con precaución de no caerse antes de lo previsto y saludó al público que se encontraba ahí abajo, mirando a mi abuelo con expresión por demás incrédula y extasiada. Manuel, el Guayabito, se había levantado. Todos le aplaudieron al unísono. Gritaron, volvieron a aullar, cantaron, bailaron tan bien como sus atrofiados cuerpos permitieron. Y en eso, el Guayabito saltó, panteón adentro.
El estrépito que ocasionó la bola de locos que se quedaron del otro lado del muro fue tanto que todos los vecinos salieron a ver qué pasaba. Para cuando se dieron cuenta y pudieron comprender entre babeos y frases entrecortadas lo que el Guayabito había hecho, los locos estaban corriendo en búsqueda de la entrada al panteón. Los agarraron a todos, de la bata, del vestido, de la camisa, y los arrastraron de vuelta a Patricio Milno. Unos cuántos, acompañados de la enfermera, se metieron al panteón a buscar a Manuel. Entre pilas de escombros y lápidas, capillas, ángeles y cruces marchitas, encontraron una pantufla, y la bata. De mi abuelo, no había seña alguna. Y nunca la volvió a haber. Pero en la calle de los locos, su historia se sabe de principio a fin de las cuadras, incluso traspasó las colonias, y hay gente que asegura que vió por esos años a un viejo flaco y escuálido volando por los aires, con una sola pantufla. No les creo. Prefiero pasear por aquí, a pesar de que el señor odie a mi perro, y me quedo parado frente a la pared blanca con la que topa la calle.
Mi abuelo, tal como él dijo, había pasado por lo alto el cementerio.
Vista previa.
Somos el desayuno perfecto
para una cena de pasta y varias copas de vino
que inventarían una cruda francesa
callarían más de quince secretos
cada quién
y simbolizarían un sueño imposible
a las tres de la mañana
para una cena de pasta y varias copas de vino
que inventarían una cruda francesa
callarían más de quince secretos
cada quién
y simbolizarían un sueño imposible
a las tres de la mañana
You're the only one who ever knew me at all
"Dios dijo, cruzado de brazos: veo que he creado muchos poetas, pero no tanta poesía."
Qué asco. Todos somos iguales, perseguimos los mismos anhelos. A veces nos damos los mismos aires, perdemos las mismas esperanzas, sentimos las mismas penas. Buscamos lo mismo que buscó Voltaire, Monterroso, Shelley, incluso Baudelaire...
Y entonces este sueño debería ser el peor de todos los infiernos. Cada quien luchando y defendiéndose con los dientes para prevalecer en la carrera.
Pero no.
Habemos pocos, nos decimos. Y sin embargo seguimos siendo un mar de frustraciones y deseos.
Una infinita maraña de historias vividas y de visiones contadas, todas igualmente probables de ser verdad
y de ser mentira.
Y todos conocemos el amor, el desamor, el pseudoamor, el no-amor, el cuasi-amor.
Lo imprisionamos, le escupimos, le adoramos.
Nunca nada había sido tan humillado.
Todos podemos juntar palabras, tragarnos velas enteras mientras acomodamos nuestras letras favoritas para decir una sarta de mentiras.
Es un vicio por demás adictivo, e injustificable ante cualquier juicio.
Y cualquier persona puede caer.
Lo que pasa es que renuncian a las posibilidades
entre cielo y el infierno
Y se quedan con el terreno de lo absurdamente real.
Física. Matemáticas. Sociedades. Medicina. Biología
Materia tangible, mundo material.
Con sangre, con lodo, con olor a dinero.
Señores, todo eso también se puede hacer brotar de un vidrio, de la ventana, de la pared, de una hoja blanca, del piso.
Sólo se necesita algo para escribir.
No te ha pasado que vas caminando, y encuentras a la madre, inventándole la historia a su hija, de la niña que por no lavarse las manos murió a las manos de un sicario.
O cuando ves al señor explicando a su esposa, que a mitad de la calle, después de un día asqueroso, el carro se quedó sin gasolina, que el mejor amigo murió atropellado, y que él terminó en una cantina con otra mujer al lado.
También las historias de drama, que harían enverdecer de envidia a aquél simpático inglés cortesano.
Los ataques al corazón, el cáncer, el desengaño.
Se han inventado guerras, personajes
Un montón de niños, motivos y lugares que sólo tenían como objetivo intentar subir la moral de los ciudadanos decaídos.
Sí, señor. Hay muchas historias afuera, y las escribimos nosotros.
Las inventamos nosotros.Podemos hacer tanto...
Qué asco.
Qué farsa.
Todos somos escritores.
La mejor novela de todas,
incluso la mejor poesía
se encuentra deambulando entre nosotros.
Puede respirar.
Qué asco. Todos somos iguales, perseguimos los mismos anhelos. A veces nos damos los mismos aires, perdemos las mismas esperanzas, sentimos las mismas penas. Buscamos lo mismo que buscó Voltaire, Monterroso, Shelley, incluso Baudelaire...
Y entonces este sueño debería ser el peor de todos los infiernos. Cada quien luchando y defendiéndose con los dientes para prevalecer en la carrera.
Pero no.
Habemos pocos, nos decimos. Y sin embargo seguimos siendo un mar de frustraciones y deseos.
Una infinita maraña de historias vividas y de visiones contadas, todas igualmente probables de ser verdad
y de ser mentira.
Y todos conocemos el amor, el desamor, el pseudoamor, el no-amor, el cuasi-amor.
Lo imprisionamos, le escupimos, le adoramos.
Nunca nada había sido tan humillado.
Todos podemos juntar palabras, tragarnos velas enteras mientras acomodamos nuestras letras favoritas para decir una sarta de mentiras.
Es un vicio por demás adictivo, e injustificable ante cualquier juicio.
Y cualquier persona puede caer.
Lo que pasa es que renuncian a las posibilidades
entre cielo y el infierno
Y se quedan con el terreno de lo absurdamente real.
Física. Matemáticas. Sociedades. Medicina. Biología
Materia tangible, mundo material.
Con sangre, con lodo, con olor a dinero.
Señores, todo eso también se puede hacer brotar de un vidrio, de la ventana, de la pared, de una hoja blanca, del piso.
Sólo se necesita algo para escribir.
No te ha pasado que vas caminando, y encuentras a la madre, inventándole la historia a su hija, de la niña que por no lavarse las manos murió a las manos de un sicario.
O cuando ves al señor explicando a su esposa, que a mitad de la calle, después de un día asqueroso, el carro se quedó sin gasolina, que el mejor amigo murió atropellado, y que él terminó en una cantina con otra mujer al lado.
También las historias de drama, que harían enverdecer de envidia a aquél simpático inglés cortesano.
Los ataques al corazón, el cáncer, el desengaño.
Se han inventado guerras, personajes
Un montón de niños, motivos y lugares que sólo tenían como objetivo intentar subir la moral de los ciudadanos decaídos.
Sí, señor. Hay muchas historias afuera, y las escribimos nosotros.
Las inventamos nosotros.Podemos hacer tanto...
Qué asco.
Qué farsa.
Todos somos escritores.
La mejor novela de todas,
incluso la mejor poesía
se encuentra deambulando entre nosotros.
Puede respirar.
viernes, 21 de marzo de 2008
Verso 2
Perdóname por lastimarte
y ni siquiera dejar bien escritas
con la pluma
mis palabras en tu espalda
y ni siquiera dejar bien escritas
con la pluma
mis palabras en tu espalda
viernes, 14 de marzo de 2008
yxsht
hush
en silencio, desliza tu mano sobre el escalón
siente cómo los trozos de cemento van cediendo ante tus dedos
eres polvo
eres viento
elige una identidad para reanudar el juego
hoy puedes ser la ausencia, y mañana ser la duda
puedes cambiar tu nombre cuantas veces lo desees
yo no tengo nombre ni identidad pendiente
y a mi otro amigo, le gusta jugar por jugar
sopla parte de tu anhelo en la harmónica
yo no puedo porque soy cera
me deshago
mis dedos se entrelazan con las cuerdas
la soga
la guitarra
elige una identidad
la que menos te guste
elige la parte de ti que hoy vamos a matar

en silencio, desliza tu mano sobre el escalón
siente cómo los trozos de cemento van cediendo ante tus dedos
eres polvo
eres viento
elige una identidad para reanudar el juego
hoy puedes ser la ausencia, y mañana ser la duda
puedes cambiar tu nombre cuantas veces lo desees
yo no tengo nombre ni identidad pendiente
y a mi otro amigo, le gusta jugar por jugar
sopla parte de tu anhelo en la harmónica
yo no puedo porque soy cera
me deshago
mis dedos se entrelazan con las cuerdas
la soga
la guitarra
elige una identidad
la que menos te guste
elige la parte de ti que hoy vamos a matar

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