miércoles, 27 de agosto de 2008

Fénix

el hombre debió llamarse así,
pues cada vez que sucedía algo,
se levantaba de sus cenizas y volvía a nacer

Era como un dejo de persona: jirones de piel colgando igual que sus ropas raídas.
Las plantas de los pies a carne viva, uñas negras por incontables infecciones, el cabello seboso y un olor a rancio insoportable.

No era hombre.
Tampoco era un animal.

Dormía oculto bajo plastas de basura. Periódico y cartones que yacían tirados en la acera eran las sábanas de aquel enfermo condenado. Su despertador era el sonido de las motocicletas que repartían, a eso de las 5 de la mañana, los periódicos. Nunca probó el yogur.

Caminaba durante el día, peregrinando de iglesia en iglesia hasta llegar al centro de la ciudad, como para formar parte del cuadro turístico: edificios bellos, estatuas pulcrísimas, árboles... y él, monstruo.

Esos ojos arrugados de tanto recibir de golpe los rayos del sol, la boca marchita por tomar agua de lluvia cada vez que el inclemente clima del semi-desierto se lo permitía, los dedos grises y envenenados.

Ya nadie le daba dinero. Ya venía siendo su hora de partir.

Avanzó hacia la fuente, llena de moho y bolsas de papitas. Miró su reflejo en el agua... No supo articular palabra. No sé si alguna vez lo hizo siquiera. Tampoco si podía entender los diálogos entrecortados que circulaban a su alrededor, con toda esa gente en movimiento. ¿Qué tal si él era el testigo de todos ellos, y no al revés? Qué tal si él era el único y todos los demás eran un círculo de lodo, ciclándose para evitar disolverse en el agua y en el aire.

Lo que sea. De cualquier manera, él era el fuego.

Ardió.
Ardieron sus manos, ardieron sus ojos. Al no poder controlar la quemazón que sentía dentro, intentó calmarla haciendo contacto con el resto de su cuerpo. No pudo. La carne sin piel también ardía.

Tal vez, sólo tal vez, eso podría ser el nuevo comienzo. Despertaría y se daría cuenta que es otro día, un cuerpo nuevo, sin costras, sin cicatrices, sin ojos lagañosos. No sería basura, sería una casa. No serían monedas, sería comida. No sabía. El fuego subía ahora hasta su pecho, carbonizaba su estómago. Ahora sus pulmones, la tráquea, la garganta que nunca articuló palabra... La fiebre lo convulsionaba. A unos cuántos metros, una parejita de adolescentes idiotas intercambiaban sonrisas y manos tímidas, una madre discutía con su hijo, unos novios comían nieve.

Mientras- frente a ellos- el fénix se quemaba, se moría, renacía; en plena Macroplaza.

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