domingo, 1 de junio de 2008

El bar sin nombre

Estar sentado en el sillón, sorbiendo del vaso con apatía extrema. Mirar hacia un lado, al otro, y no ver nada salvo paredes rojas, pantallas de plasma y siluetas de camellos.

No, no estás ebrio. Así es el lugar.

Las manos entumecidas por el frío del hielo licuado, y el vaso herméticamente adherido a tí. Por decidia, no habrá de soltarse. Y tú tampoco habrás de dejar de seguir tomando.

Deja el tú. Duerme al yo. Jálala a ella.

El ruido que se vuelve música, y luego ensordece de nuevo. Basta de poses ensayadas, de gestos premeditados. Todas son guapas, se ven igual, qué más da. Con que al menos una termine en el sillón o en la cama.

Es lo mismo, pero no es igual.

Ahora empiezan a trepar por las paredes, y sientes hormigas que corren por tu cara. Deja el vaso. Sal a caminar.

Extraño tu recuerdo...

Vuelves adentro, y te das cuenta que el lugar es grande aunque de fuera se ve pequeñísimo. Una puertita negra, ninguna ventana. Alrededor, la música, cabellos al aire. Y el baile.

Todos son juguetes, todos están lindamente predispuestos a rodar y volverse a demacrar la noche siguiente. Al final, son desechables como tú. Así que, ¿cuánto te va a costar, querido devoto de la madrugada?

En lo que salga el taxi.

Su mano, tu mano, el cabello y la cara que escurre sudor.

Hello little boys, little toys...

Entonces, subes a un carro, abres la ventana. Sacas la cabeza. Te vas a marear. Pero ella va a tu lado.

Opciones de entrada:

la puerta,

no encuentras la llave.

la ventaja,

tienes que cargarla a ella primero.

el plegadizo del piso de arriba,

va.

Déjate caer.
Déjala aventarse.

¿Cómo se llamaba el bar?

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