martes, 24 de noviembre de 2009

Entró a la sala. Tenía los cabellos plagados de orzuela, ojeras que le desdibujaban el rostro y un sueño tatuado en las cejas.

Se sentó.



Dos segundos después, ya estaba a lado de él; con las piernas cruzadas y el torso inclinado hacia un lado.



-Quisiera pedirle un consejo.



El hombre la miró ligeramente asombrado. Vaciló por un momento, pero a final de cuentas decidió seguirle el juego.



-No veo en qué podría ayudarle. Pero bueno, dígame.



-En ocasiones siento que mi investigación no está bien delimitada, no se cimienta con buenos fundamentos. ¿Cree que eso sea malo?



(De qué carajos habla, pensó el hombre. Tomó otro sorbo de su bebida.)



-¿De qué me está hablando?



-De literatura, por supuesto.



-Literatura. - Repitió el hombre.



-Literatura comparada, sí.



-Yo soy ingeniero- dijo él, como si eso lo excusara de todo.



-Yo soy Claudia.



El ingeniero se quedó mirando a la mujer, los lunares en su cuello, sus pulseritas de plata colgando de sus muñecas. La blusa roja parecía sangrada. Le recordó a las servilletas que usaban en su casa para Navidad. Decidió ignorar el nombre con el que acababa de presentarse ella.



- ¿Por qué habría de preguntarme a mí?



-Porque es más fácil desahogarse con un desconocido.



-Ya te presentaste, tú misma rompiste el juego.



-No, no es verdad. Usted no tiene la intención de presentarse. Seguimos siendo extraños.


(Insufrible, esta tipa. Bebió de nuevo.)

-¿Crees que porque no entienda de lo que hablas puedes hacer lo que quieras conmigo?

-Sí.- Respondió escuetamente, con el cinismo irradiando en el rostro.



-Toma, pruébalo- le dijo para intentar matar la conversación de una vez por todas, apurándole el vaso a sus labios. -¿A qué sabe?

-A incertidumbre.

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