-Pagó la cuenta.-
Luego, estaban las iglesias, cuyo perenne optimismo era tan irrelevante como un semáforo en cada esquina, o un anuncio de TVnotas en cada calle. Tanto se repetía su estandarte persignado, que resultaba un eco bastante amainado de los clamores que hacía tiempo la gente valoraba más que las sábanas frescas de su cama los domingos.
-Subió al metro-Tal vez fue la época de apatía en la que creció, o el hecho de que sus papás no la llevaban a misa. Quizá la acústica de las iglesias hubo cambiado de estructura, o simplemente comprendió que deleitarse con la inifidad de sueños y placeres que ofrece una camita y una almohada eran infinitamente mejores que los rezos monótonos de una pavada de limosneros dedicados a la lisonja y a ocultar sus perversiones bajo el trémulo velo de la moralidad...
Entonces, el metro se detuvo en seco. Las luces se apagaron, y ella se encontró a mitad de un túnel en compañía de otros tantos hombres y mujeres ensardinados. Pobres de nosotros, se dijo, no sólo estamos atrapados en este vagón dentro de un túnel, también nos atrapamos en los taxis, en las duchas tomadas a diario como es debido, nos atrapamos unos en los otros, en un abrazo, en un apretón de manos, en un beso...
Todos deberíamos tener miedo, a final de cuentas. Llega un punto en el que no sabes si actúas por inercia o por decisión propia. ¿Compras el agua porque tienes sed, o porque en la tele te dijeron que te quita la grasa?
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