Bam.
El golpe de la puerta que se cierra. Y luego, blanco. Todo blanco hasta el infinito, en el cuarto donde no se alcanza a distinguir si quiera una esquina, o si realmente se está en la nada.
Bam.
Otra puerta. Otro grito. La blancura le aterra y cierra los ojos, porque es tanta la luminiscencia del lugar que intenta contrarrestarla buscando en las cuencas de sus ojos un poco de oscuridad. Los cierra y todo se acaba. El mundo, las paredes, el blanco... Y pareciese que hubiera encontrado por fin una luz entre tanto blanco. Quería encontrarse, dentro de sus efímeros segundos de oscuridad.
Cuando tiene que decidir el corazón, es mejor que decida la cabeza. A Esteban le daban espasmos crónicos cada vez que se veía en la necesidad de tomar alguna decisión. [¿Café con pan, o galletitas con leche? Vivir en la ciudad, o quedarse en el pueblo... Querer asesinar a alguien, o callar y dejarle ir.] Sentía que al elegir dentro de esa constante encrucijada a la que uno se somete cotidianamente, limitaba su libertad, le condenaba. A final de cuentas, por eso dejó que todo se le trastornara en la cabeza. Y prácticamente, eso fue lo que le hizo venir a parar en este lugar.
Cabeza.
Todo se remite a la cabeza: hambre, sueño, pudor, vergüenza; sueños, miedos, esperanza, ansiedad... todo lo controla el señor Cerebro. Señor Cerebro, Doctor, Amo, Dios del Universo Humano. Doctor, doctor, doctor. Cerebro. Ah, ya se rayó el disco.
Y nada, que es la primera noche en esta blancura ininterrumpida y Esteban quiera ya irse a dormir.
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Salvo leves variaciones, Esteban siempre sueña con Lucía. Le enternece su sonrisa, la toma de las manos, se la lleva por los prados a pasear. Corren a orillas de la laguna y se sientan en los arcos de la iglesia a comer cerezas que cortan ellos mismos. [Ah, Lucía, ¿dónde estás?]
Y la busca cuando se le desaparece, cuando el mundo anuncia venírsele de cabeza. Va y viene por los campos, corriendo; llamándola a gritos, desesperado. Es que aún no se hace de noche, pero pronto se pondrá el sol. Lucía, Lucía. Lucía.
Entonces escucha una risita ahogada, y es ella que juega al escondite entre los arbolitos. Esteban puede alcanzar a ver sus piececitos escondidos entre tanta rama. Se estira, y la alcanza. Ella grita, se retuerce a causa de las endemoniadas cosquillas y se ríe, cómo se ríe. Ríe tanto que a él también termina por darle risa, y no puede más que cerrar los ojos y llorar del esfuerzo en sus costillas por las carcajadas. Ja, jajaja. Lucía. Ya. Jajaja. Para.
Y Esteban abre los ojos, y de nuevo el cuarto blanco con ventanitas pequeñas. Ya no oye a Lucía, quedan solos él y su risa hueca, y las lágrimas de nostalgia y tristeza en sus ojos. Lo peor de todo, es que con la nueva camisa de fuerza que le pusieron no se las puede secar.
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