El encuentro con la ardilla se dio en el momento menos esperado. Venía huyendo del asedio de un enjambre de mosquitos y unas inquietas lagartijas empeñadas en treparme como si fuera un árbol cualquiera. Entonces me moví.
Venía arrepentida, por aquel señor a quien no supe decirle la hora. Iba de subida, con mi morral abarrotado de ropa; con las manos ocupadas sosteniendo prescindibles pedazos de papel. Nunca sabré qué pudo haber ocurrido si, en vez de traer pantalones sin bolsillos, hubiera tenido la posibilidad de pasar ágilmente los libros de un brazo a otro y con mi mano izquierda sacar mi celular del pantalón. Son las 2 y cuarto, amigo. Sonrisita.
Me topé con una de esas posibilidades que te ponen a pensar en el futuro a través de los recuerdos. Bueno, la verdad no, pero ese hombre escuálido y de cabello largo me remitió al recuerdo de cierto hippie perdido...
Así estaba él: sentado en el césped, con sus morrales y mochilas reposando a sus costados. Sus lentes se resbalaban por el puente de su nariz mientras se concentraba en tocar unos bongos que tenía al frente. Traía el cabello desaliñadamente largo, y estaba descalzo. Me gustó verlo con barba, y camisa de manta blanca. Qué encantador. Luego me comencé a preguntar si no estaría loco.
Los mosquitos estaban de nuevo frente a mí; igual que el eterno verde que se extendía, horizontal, haciéndole cosquillitas al cielo con las enfermas ramas de los pinos. Fue entonces cuando sentí separarme de mi cuerpo. Por un levísimo instante, mi vista, mi tacto y mi conciencia intentaron separarse unos 10 centímetros del cuerpo (no shit). Después vinieron unas ganas incontrolables de querer ir al baño y, acto seguido, ahí estaba la ardilla.
Me pregunto si en verdad el ser humano resulta intimidante para otras especies, o si nos tomarán por idiotas. A fin de cuentas somos animales: feos a la vista de cualquier otro. (El hippie seguía enfrascado en sus tambores.) La ardilla me miró.
Sus ojos de avellana negra indicaban claramente que no pensaba en huir al menor indicio de movimiento que yo hiciera. O era muy determinada, o a lo mejor ya sabía que tenía mucha flojera y no intentaría moverme en lo absoluto. Qué poco instinto tengo, hasta las ardillas me piensan como predador incompetente.
Alzó el hocico hacia mi rostro. Evidentemente se estaba dirigiendo hacia mí y demandaba mi atención. Para quedar en condiciones de igualdad, me quité el rebozo con el que me cubría la cara, y le mostré mi nariz. La ardilla comenzó a fruncir el hocico, sin quitarme los ojos de encima: estaba comunicándome algo. Maravillosamente, yo lo comprendía. Así fue como nos pusimos a entablar una iluminativa conversación nasal, donde lo único que podía escucharse eran los torpes golpes de tambor que propinaba el hippie en su eterno estado de letargo inducido por marihuana.
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