Estar sentado en el sillón, sorbiendo del vaso con apatía extrema. Mirar hacia un lado, al otro, y no ver nada salvo paredes rojas, pantallas de plasma y siluetas de camellos.
No, no estás ebrio. Así es el lugar.
Las manos entumecidas por el frío del hielo licuado, y el vaso herméticamente adherido a tí. Por decidia, no habrá de soltarse. Y tú tampoco habrás de dejar de seguir tomando.
Deja el tú. Duerme al yo. Jálala a ella.
El ruido que se vuelve música, y luego ensordece de nuevo. Basta de poses ensayadas, de gestos premeditados. Todas son guapas, se ven igual, qué más da. Con que al menos una termine en el sillón o en la cama.
Es lo mismo, pero no es igual.
Ahora empiezan a trepar por las paredes, y sientes hormigas que corren por tu cara. Deja el vaso. Sal a caminar.
Extraño tu recuerdo...
Vuelves adentro, y te das cuenta que el lugar es grande aunque de fuera se ve pequeñísimo. Una puertita negra, ninguna ventana. Alrededor, la música, cabellos al aire. Y el baile.
Todos son juguetes, todos están lindamente predispuestos a rodar y volverse a demacrar la noche siguiente. Al final, son desechables como tú. Así que, ¿cuánto te va a costar, querido devoto de la madrugada?
En lo que salga el taxi.
Su mano, tu mano, el cabello y la cara que escurre sudor.
Hello little boys, little toys...
Entonces, subes a un carro, abres la ventana. Sacas la cabeza. Te vas a marear. Pero ella va a tu lado.
Opciones de entrada:
la puerta,
no encuentras la llave.
la ventaja,
tienes que cargarla a ella primero.
el plegadizo del piso de arriba,
va.
Déjate caer.
Déjala aventarse.
¿Cómo se llamaba el bar?
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