Publicarlo ahora o guardarles para mañana... Pero al final, siempre las tiraba. Con ellas envolvía las bolsitas de té.
Y se decía:
Otro día, después.
De cualquier modo, las palabras insistían en acecharla. Se arremolinaban en su cara, en sus manos, en la rodilla.
Y cuando le veía, y él preguntaba que en qué pensaba, ella seguía cometiendo la estupidez de responderle: "nada".
Por fin, un día, cuando reunió el coraje suficiente para decirle lo que pensaba, lo que quedó se le antojó hueco. Ya no había palabras. Quedó la sombra. Entonces se fue porque todo se sentía tan ligero que decidió que no podría volver a describir su amor.
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